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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 05/7/2009
Paso a menudo por la carrera de San Jerónimo, caminando por la
acera opuesta a las Cortes, y a veces coincido con la salida de los
diputados del Congreso. Hay coches oficiales con sus conductores y
escoltas, periodistas dando los últimos canutazos junto a la verja, y
un tropel de individuos de ambos sexos, encorbatados ellos y
peripuestas ellas, saliendo del recinto con los aires que pueden
ustedes imaginar. No identifico a casi ninguno, y apenas veo los
telediarios; pero al pájaro se le conoce por la cagada. Van
pavoneándose graves, importantes, seguros de su papel en los destinos
de España, camino del coche o del restaurante donde seguirán trazando
líneas maestras de la política nacional y periférica. No pocos salen
arrogantes y sobrados como estrellas de la tele, con trajes a medida,
zapatos caros y maneras afectadas de nuevos ricos. Oportunistas
advenedizos que cada mañana se miran al espejo para comprobar que están
despiertos y celebrar su buena suerte. Diputados, nada menos. Sin
tener, algunos, el bachillerato. Ni haber trabajado en su vida.
Desconociendo lo que es madrugar para fichar a las nueve de la mañana,
o buscar curro fuera de la protección del partido político al que se
afiliaron sabiamente desde jovencitos. Sin miedo a la cola del paro.
Sin escrúpulos y sin vergüenza. Y en cada ocasión, cuando me cruzo con
ese desfile insultante, con ese espectáculo de prepotencia absurda,
experimento un intenso desagrado; un malestar íntimo, hecho de
indignación y desprecio. No es un acto reflexivo, como digo. Sólo
visceral. Desprovisto de razón. Un estallido de cólera interior. Las
ganas de acercarme a cualquiera de ellos y ciscarme en su puta madre.
Sé que esto es excesivo. Que siempre hay justos en Sodoma. Gente honrada. Políticos decentes cuya existencia es necesaria. No digo
que no. Pero hablo hoy de sentimientos, no de razones. De impulsos. Yo
no elijo cómo me siento. Cómo me salta el automático. Algo debe de
ocurrir, sin embargo, cuando a un ciudadano de 57 años y en uso
correcto de sus facultades mentales, con la vida resuelta, cultura
adecuada, inteligencia media y conocimiento amplio y razonable del
mundo, se le sube la pólvora al campanario mientras asiste al desfile
de los diputados españoles saliendo de las Cortes. Cuando la náusea y
la cólera son tan intensas. Eso me preocupa, por supuesto. Sigo
caminando carrera de San Jerónimo abajo, y me pregunto qué está
pasando. Hasta qué punto los años, la vida que llevé en otro tiempo,
los libros que he leído, el panorama actual, me hacen ver las cosas de
modo tan siniestro. Tan agresivo y pesimista. Por qué creo ver sólo
gentuza cuando los miro, pese a saber que entre ellos hay gente
perfectamente honorable. Por qué, de admirar y respetar a quienes
ocuparon esos mismos escaños hace veinte o treinta años, he pasado a
despreciar de este modo a sus mediocres reyezuelos sucesores. Por qué
unas cuantas docenas de analfabetos irresponsables y pagados de sí
mismos, sin distinción de partido ni ideología, pueden amargarme en un
instante, de este modo, la tarde, el día, el país y la vida.
Quizá porque los conozco, concluyo. No uno por uno, claro, sino a la tropa. La casta general. Los he visto durante años, aquí y
afuera. Estuve en los bosques de cruces de madera, en los callejones
sin salida a donde llevan sus irresponsabilidades, sus corruptelas, sus
ambiciones. Su incultura atroz y su falta de escrúpulos. Conozco las
consecuencias. Y sé cómo lo hacen ahora, adaptándose a su tiempo y su
momento. Lo sabe cualquiera que se fije. Que lea y mire. Algún día, si
tengo la cabeza lo bastante fría, les detallaré a ustedes cómo se lo
montan. Cómo y dónde comen y a costa de quién. Cómo se reparten las
dietas, los privilegios y los coches oficiales. Cómo organizan entre
ellos, en comisiones y visitas institucionales que a nadie importan una
mierda, descarados e inútiles viajes turísticos que pagan los
contribuyentes. Cómo se han trajinado -ahí no hay discrepancias
ideológicas- el privilegio de cobrar la máxima pensión pública de
jubilación tras sólo 7 años en el escaño, frente a los 35 de trabajo
honrado que necesita un ciudadano común. Cómo quienes llegan a
ministros tendrán, al jubilarse, sólidas pensiones compatibles con
cualquier trabajo público o privado, pensiones vitalicias cuando
lleguen a la edad de jubilación forzosa, e indemnizaciones mensuales
del 100% de su salario al cesar en el cargo, cobradas completas y sin
hacer cola en ventanillas, desde el primer día.
De cualquier modo, por hoy es suficiente. Y se acaba la página. Tenía ganas de echar la pota, eso es todo. De desahogarme
dándole a la tecla, y es lo que he hecho. Otro día seré más coherente.
Más razonable y objetivo. Quizás. Ahora, por lo menos, mientras camino
por la carrera de San Jerónimo, algunos sabrán lo que tengo en la
cabeza cuando me cruzo con ellos.