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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 14/6/2009
Desde Viriato hasta hoy, en España nunca faltaron delatores y
chivatos. Es nuestra especialidad. La Inquisición se nutrió durante
siglos de gentuza que le daba a la mojarra, berreándose de vecinos,
amigos y familiares. Cada represión estatal o local, cada guerra civil
sin distinción de bandos ni ideologías, llenó a sus anchas cementerios
y fosas comunes con el viejo sistema de apuntar con el dedo antes de
hacerlo con la pistola. De sugerir en voz baja. A diferencia de los
anglosajones, los nórdicos y los de ahí arriba de toda la vida, que
suelen o solían denunciar al prójimo con el pretexto de que la sociedad
debe defenderse y los buenos ciudadanos colaboran con la autoridad de
turno, sea la que sea, los españoles pringamos en otro esquema. Lo del
bien del Estado nos suena a guasa marinera, entre otras cosas porque el
Estado fue siempre más enemigo que otra cosa. Y lo sigue siendo. Cuando
aquí alguien delata no es por civismo, sino por congraciarse con quien
manda, o puede mandar. Por miedo y vileza. Sin olvidar, claro, el
ajuste de cuentas. Reventar al prójimo es el otro gran motivo. La
segunda causa por la que un español denuncia al vecino -a menudo, la
principal- es porque lo envidia o le estorba. Porque tiene una mujer
que se parece a Carla Bruni, un coche grande, un marido guapo y
simpático, un trabajo lucrativo, una casa bonita. Porque tiene éxito, o
porque no lo tiene. Porque no piensa igual que él. Porque prefiere el
café solo al café cortado. O el poleo. Porque vive y respira. Porque
existe.
En tan ejemplar contexto, calculen lo que puede dar de sí el proyecto de un título de grado que gestione la Ley de Igualdad,
según acaba de ser propuesto por una universidad madrileña: carrera
universitaria de cuatro años, a tope, con su camisita y su canesú, «para formar profesionales que vigilen el cumplimiento de la ley de Igualdad». Aparte el extraño efecto de oír decir a una madre, toda orgullosa: «Mi
Paquito estudia para inspector de Igualdad», sobre aficiones y gustos
no vamos a pelearnos. En absoluto. Allá quien proponga las carreras que
considere oportunas, y quien decida estudiarlas. Confieso, sin embargo,
que el parrafillo ese de «profesionales que vigilen el cumplimiento de la ley» me inquieta. Suena demasiado a eufemismo de comisario político. A
sicario de un régimen o una idea. Y más en relación con la Ley de
Igualdad, que junto a muchas cosas oportunas y necesarias contiene
también, de fondo y forma, ciertos puntos de vista discriminatorios,
injustificados y discutibles.
En lo primero que pensé al enterarme de la noticia fue que si a la frase que entrecomillo líneas arriba le añadiéramos las palabras «de inmersión lingüística», tendríamos el perfil de esos siniestros funcionarios que ahora van por
los patios de ciertos colegios vigilando que los niños no usen en el
recreo otra lengua que la obligatoria, del mismo modo que hace
cincuenta años -mande quien mande, siempre hay esbirros disponibles
para trabajos sucios- procuraban imponer la lengua oficial del momento.
Y si lo que añadiéramos fuese la palabra «islámica», tendríamos como resultado «profesionales que vigilen el cumplimiento de la ley islámica». O sea, una mutawa, como creo recordar la llaman en algún lugar del
mundo musulmán. Me refiero, como saben, a la policía religiosa que va
por las calles vigilando que las señoras lleven bien puesto el velo,
que no fumen por la calle, que no conduzcan, y que las adúlteras y los
homosexuales sean exquisitamente lapidados según los cánones del
asunto. En versión española igualitaria, esos «profesionales que vigilen» vigilarán, supongo, que todo discurra según la ortodoxia del momento.
Que todos digamos miembros y miembras bajo pena de multa o cárcel, que
cualquier analfabeto con cartera ministerial pueda imponer su última
ocurrencia por encima de la gramática, el diccionario y el uso de la
calle, y que la farfolla políticamente correcta, la tontuna que
violenta el sentido común e insulta la inteligencia, la sandia
confusión entre desigualdad social y desigualdad biológica que tiene a
tanto idiota de ambos sexos -que no géneros, rediós- con la chorra
hecha un lío, nos atornille a todos entre el oportunismo, la incultura,
la estupidez y el disparate.
Imaginen el panorama. La política de igualdad española en manos de agentes e inspectores titulados, universitarios a la medida,
cortados por el patrón de ese diputado imbécil que hace unos días
propuso obligar en los colegios, manu educatoris, a los niños a saltar
a la comba y a las niñas a jugar al fútbol. En sintonía con la
ignorancia insolente, contumaz, de la ministra Bibiana Aído y su
gallinero de tontas de la pepitilla, feminatas
desaforadas que tan triste favor hacen a la lucha por los verdaderos
derechos de la mujer. Convirtiendo reformas razonables, necesarias, en
un lamentable número del Bombero Torero. Para troncharse, oigan. Si no
fuera tan triste. Y tan grave.