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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 12/4/2009
Vaya por delante que no tengo nada en contra de que una nieta del general Franco se gane la vida. Lo mismo me da que se la gane ella
que una nieta del general Miaja, del general Von Paulus o del general
Motors. Cada cual se lo monta como puede. Lo que me calienta la
recámara es que me fastidien el desayuno. Como saben los veteranos de
esta página, el arriba firmante desayuna crispis con un vaso de leche
-dejé el colacao hace un par de años- y hojeando revistas del corazón.
Para alguien que, como es mi caso, apenas ve la tele, esos quince
minutos mañaneros son una forma como otra cualquiera de pasar el rato
echando pan a los patos. Me entero, por ejemplo, de cómo es de grande
la biblioteca de Julio Iglesias júnior, de quién es el último pavo que
trabaja en la bisectriz de Ana Obregón, o de si las camisetas ceñidas
del duque de Lugo necesitan o no wonderbrá. Cosas así. Me pongo al día
viendo fotos, como digo; y en ese ratillo me ahorro incontables horas
de telemierda.
Lo de Carmen Martínez-Bordiú, sin embargo, me supera. Me refiero a su desvergüenza mediática. Cada vez que, en ciclo siniestro e inevitable, la veo ocupar una portada del Hola -viaja más que Phileas Fogg- me pregunto qué hemos hecho los lectores
fieles para merecerla. Sobre todo me pregunto por qué mi prima, y no
otra. Cuál es su glamour. Su magisterio intelectual. Sus poderes. El
gancho fotogénico y periodístico de una señora que tampoco es, puestos
a señalar, Elsa Pataky ni Elena Cue -esas portadas no me atragantan los
crispis, fíjense-, y cuyas declaraciones, toque lo que toque, son más
elementales, querido Watson, que el mecanismo de un sonajero. Todavía
recuerdo, de cuando el Prestige, esta honda y comprometida
declaración suya: «Si tuviera una pala, iría a Galicia a recoger
chapapote». Pero claro. No pudo ir, la pobre. No tenía pala, y la
ferretería pillaba lejos.
La última es para enmarcarla: «Carmen Martínez-Bordiú relata su fascinante aventura entre los gorilas de Uganda». La relata ella, ojo. O eso cuentan. Escribiendo con sus deditos,
palabra a palabra, un conmovedor viaje al corazón de las tinieblas, en
plan Joseph Conrad, o casi: «Sabía desde el principio que iba a ser un viaje difícil y duro, pero que también sería una experiencia única». Guau. Pero no crean que esta vez es como aquella otra, la última o
penúltima, cuando salió vestida de beduina sahariana -diez o doce
páginas diciendo simplezas a todo color- para explicarnos que la paz
del desierto la reconfortaba mucho espiritualmente. No. Ahora es más
profunda. Se ha currado el viaje, documentándolo como una erudita. Eso
la lleva a deducir, ante el paisaje africano, que «debió de ser con vistas semejantes cuando Churchill dijo de Uganda que era la perla de África». Nada menos, oigan. Churchill. Leído en sus memorias, supongo. De
cualquier modo, de todo el crudo relato de la fascinante aventura
gorilera, me quedo con el calvario que pasó Carmen para llegar a su
objetivo: «Vamos camino de la selva impenetrable. Todavía no sé
cómo puedo escalar con un palo en la mano y con la otra agarrándome a
las lianas». Y luego, como sorpresa por completo inesperada, la enriquecedora aventura humana: «En nuestro recorrido nos encontramos con una comunidad de pigmeos». Tremendo. Y es que la imagino abriéndose paso a machetazos en la espesura procelosa, chas, chas, chas, como Stewart Granger en Las minas del rey Salomón, hasta cortarle, por descuido, la trompa a un elefante; y al elefante indignado, diciéndole con acento nasal: «¿Tú estás tonta, o qué?». Y luego, más adelante, me estremezco al imaginarla de nuevo, dándose de
boca, de pronto, con una inesperada tribu de pigmeos feroces que
pasaban por allí, casualmente, dedicados a lo suyo. A hervir misioneros
y cosas asín. Qué valor, recórcholis. Qué apasionante aventura, santo
cielo.
Pero lo mejor, de aquí a Lima, lo juro por Arturo, son
las imágenes. Dudo que si no las han visto puedan valorarlas comme il
faut: Carmen vestida de coronel Tapioca, con distintos modelitos según
cada momento de la epopeya. Carmen de bwana blanca en la raya
ecuatorial. Carmen con un bolso precioso en un descanso selvático.
Carmen con otro bolso monísimo y una catarata detrás. Carmen con
hipopótamos al fondo y una camisa divina de la muerte. Carmen sobre un
puente de tablas y lianas, como Indiana Jones. Carmen con un
rinoceronte al fondo y una botella de Lanjarón, o algo así, en la mano.
Carmen en primer plano con una pocholada de pañuelo al cuello, y al
fondo, chan, tatachán, gorilas en la niebla. Y gorilos. Todo eso, con
la silicona impecablemente maquillada, sin una arruga en la ropa, y con
cinco vestuarios y cuatro sombreros diferentes, que son los que he
contado en las fotos. Por lo menos. Lo que fuerza a preguntarme si se
cambiaba delante del macho Alfa -yo no lo haría, forastera- o los
negros le llevaban un biombo.