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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 29/3/2009
Hubo un tiempo en que los chicos nos pegábamos a la salida del
colegio porque, durante el recreo, alguien había puesto en duda nuestra
palabra de honor. En aquella época, más ingenua que ésta, de cine con
bolsa de pipas, de tebeos del Guerrero del Antifaz, de libros de la
colección Historias o Cadete Juvenil -Con el corazón y la espada, Ivanhoe, Quintín Durward, El talismán y cosas por el estilo-, de reyes magos que traían la espada del Cisne
Negro, poner el honor como aval de esto o lo otro era un argumento al
que algunos recurríamos con cierta soltura. Quizá porque también oíamos
esa palabra en boca de nuestros mayores. En cualquier caso, con esa
recta honradez que suelen tener los muchachos mientras no crecen y la
pierden, algunos solíamos llevar el asunto hasta las últimas
consecuencias. Eso solía zanjarse más tarde, fuera de clase para no
incurrir en indisciplinas punibles por el hermano Severiano, o su
homólogo de turno según el lugar y las circunstancias. Resumiendo:
círculo de compañeros, carteras en el suelo, puños y allá cada cual.
Zaca,
zaca. A veces, al acabar, nos dábamos la mano. A veces, no. De
cualquier modo, como digo, eran otros tiempos. Hoy le hablas a un chico
de honor y lo más probable es que te mire como si acabaras de fumarte
algo espeso. Como mucho, si mencionas esa palabra -«Cualidad moral que lleva al cumplimiento de los propios deberes respecto del prójimo y de uno mismo», dice el DRAE- algunos pensarán en rancios lances de capa y espada, en
talibanes fanáticos que lapidan a su hija porque se niega a usar burka,
o en esa gentuza que de vez en cuando aparece en el telediario
diciendo: «Prometo por mi honor cumplir los deberes de mi cargo», etcétera. No hay nada más eficaz para corromper la palabra honor que ponerla en boca de un político: una ministra de Educación, un
ministro de Economía, un presidente de Gobierno. Pasados, presentes o
futuros, todos ellos, sean cuales fueren sus partidos e ideologías.
Igualados en la misma desvergüenza.
Pero no sólo se trata de políticos, ni de jóvenes. Cada
sociedad, en cada momento, es lo honorable que llega a ser el conjunto
de sus individuos. Las menudas honras, que decían los clásicos cuando
ambas palabras, honra y honor, andaban emparentadas, y no siempre para
bien. Muchas son las infamias que en todo tiempo se cometieron en
nombre de una y otra, como sigue ocurriendo. No hay palabra, por noble
que sea, que no deje una larga estela de canalladas perpetradas al
socaire. Sin embargo, pese a todo eso y a la lucidez obligada del siglo
en que vivimos, a veces lamentas no encontrar con más frecuencia a
gente en la que el honor sea algo más que una fórmula equívoca o un
recurso demagógico, vacío de sentido. A fin de cuentas, la propia
estima, los «deberes respecto del prójimo y de uno mismo», también ayudan a conseguir un mundo mejor y más justo. O a soportar el que tenemos.
Recuerdo una historieta personal que viene al pelo. Ocurrió
hace casi treinta años, cuando yo conducía por una carretera del sur de
España. Adelanté frente a un cambio de rasante, con el espacio justo
para ponerme a la derecha sólo unos palmos antes de la línea continua.
En ese momento, una pareja de motoristas de la Guardia Civil coronaba
la rasante; y el primero de ellos, creyendo desde su posición lejana
que yo había pisado la línea, hizo gestos enérgicos para que detuviese
el coche. Paré en el arcén, seguro de que no había llegado a infringir
las normas. Se acercó un picoleto joven, corpulento, hosco. Ha pisado
usted tal y cual, dijo. Me bastó echarle un vistazo a su cara para
comprender que de nada servía discutir. «¿Quién está al mando?»,
pregunté con mucha corrección. Me miró, desconcertado. «El cabo»,
respondió, señalando al compañero que había estacionado la Sanglas al
otro lado de la carretera. Salí del coche, crucé el asfalto y me
acerqué al cabo. Era veterano, bigotudo. «Pagaré la multa con mucho
gusto», dije. «Sólo quiero pedirle que antes me permita hacerle una
pregunta.» Me miraba el guardia suspicaz, sin duda preguntándose a
dónde quería ir a parar aquel fulano redicho que tenía delante. «¿Me da
usted su palabra de honor -proseguí- de que me ha visto pisar la línea
continua?» Me estudió un rato largo, sin abrir la boca. Al cabo hizo un
seco ademán con la cabeza. «Puede irse», respondió. Entonces fui yo
quien se lo quedó mirando. «Gracias», dije. Le tendí la mano y él, tras
una brevísima vacilación, me la estrechó. Di media vuelta, subí a mi
coche y me fui de allí. Fin de la historia.
Y ahora intenten imaginar hoy una situación parecida. «¿Me da usted su palabra de honor, señor guardia?» El motorista
revolcándose de risa por el arcén, con el casco puesto. Y luego, con
toda la razón del mundo, haciéndome soplar en el alcoholímetro y
calzándome tres multas: una por pisar la continua, otra por ir mamado y
otra por gilipollas.