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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 30/11/2008
Dentro del plan general de protección civil, el ayuntamiento de Madrid recomienda tener preparada una mochila de supervivencia a la que
recurrir en caso de catástrofe: una especie de equipo familiar con
medicamentos, documentación, teléfono, radio, agua, botiquín y demás
elementos que permitan tomar las de Villadiego. Y la idea parece
razonable. Por lo general nos acordamos de Santa Bárbara sólo cuando
truena; y entonces, con las prisas y la improvisación, salimos en los
telediarios de cuerpo presente y con cara de panoli, como si el último
pensamiento hubiera sido: «A mí no puede ocurrirme esto». Y la verdad
es que nunca se sabe. Yo, por lo menos, no lo sé. La prueba es que a
los cincuenta y siete tacos sigo yendo por la vida -aunque a veces sea
con Javier Marías y de corbata, expuesto a la justa cólera
antifascista- con el antiguo reflejo automático de mi mochililla
colgada al hombro, y en ella lo imprescindible para instalarme en
cualquier sitio: una caja de Actrón, cargador del móvil, libros, gafas
para leer, kleenex, jabón líquido, una navajilla multiuso, lápices, una
libreta de apuntes pequeña y cosas así.
Al hilo de esto, se me ocurre que tampoco estaría mal disponer de una mochila para evacuación rápida nacional, siendo español. Algo
con lo que poder abrirse de aquí a toda leche, como el Correcaminos.
Mic, mic. Zuaaaaas. A fin de cuentas, si de sobrevivir a emergencias se
trata, los españoles vivimos en emergencia continua desde los tiempos
de Indíbil y Mandonio. La mejor prueba de lo que digo es que algunos de
los lectores potenciales de esta página no tienen ni puta idea de
quiénes fueron Indíbil y Mandonio. Y no me vengan con que soy un cenizo
y un cabrón, y que lo de la mochila es paranoia. Hagan memoria,
queridos amigos del planeta azul. La historia de España está llena de
momentos en que el personal tuvo que poner pies en polvorosa sin tiempo
de hacer las maletas. Con lo puesto. Eso, los que tuvieron la suerte de
poder salir, y no se vieron churrasqueados en autos de fe, picando
piedra en algún Valle de los Caídos o abonando amapolas junto a la
tapia del cementerio.
De manera que, inspirado por la iniciativa de Ruiz-Gallardón, convencido como estoy de que un pesimista sólo es un optimista
razonablemente informado, he decidido aviarme un equipo de
supervivencia español marca Acme, que valga tanto para salir de naja en
línea recta hacia la frontera más próxima como para quedarme y soportar
estoicamente lo que venga. Que viene suave. Para eso necesito una
mochila grande, porque a mi edad hay ciertas necesidades. Pero más vale
mochila grande que discurso de ministro, como dijo -si es que lo dijo,
cosa que ignoro en absoluto- Francisco de Quevedo.
Cada cual, supongo, sobrevive como puede. Mi equipo de emergencia -Ad utrumque paratus, decía mi profesor don Antonio Gil- incluye un ejemplar del Quijote,
que para cualquier español medianamente lúcido es consuelo analgésico
imprescindible. También hay unas pastillas antináusea que impiden echar
la pota cuando te cruzas en la calle con un político o un megalíder
sindical, y una pomada antialérgica -buenísima, dice mi farmacéutica-
para uso tópico en miembros y miembras cuando las estupideces de
feminazis analfabetas producen picores y sarpullidos. También tengo un
inhibidor de frecuencias japonés, cojonudo, que impide sintonizar
cualquier clase de tertulia política radiofónica o televisiva, un cedé
de Joaquín Sabina y media docena de chistes contados por Chiquito de la
Calzada, una foto de Ava Gardner, otra de Kim Novak, los deuvedés de Río Bravo, Los duelistas, Perdición y El hombre tranquilo,
la colección completa de Tintín, una resma de folios Galgo -o podenco,
me da igual- y una máquina de escribir Olivetti de las de toda la vida,
que siga funcionando cuando algún gángster amigo de Putin compre
Endesa, o toda la red eléctrica, tan antinucleares nosotros, se vaya a
tomar por saco. Por si la supervivencia incluye poner tierra de por
medio, también tengo una lista de librerías de Lisboa, Roma, París,
Londres, Florencia y Nueva York, el número de teléfono de Mónica
Bellucci, un jamón ibérico de pata negra y una bota Las Tres Zetas
llena hasta el pitorro, una bufanda para poder sentarme en las mesas de
afuera de los cafés de París, los documentos de Waterloo de mi
tatarabuelo bonapartista, su medalla de Santa Helena y las que me han
dado a mí los gabachos, a ver si juntándolo todo consigo convencer a
Sarkozy y me nacionalizo francés. De paso, con el pasaporte y la
American Express, meteré en la mochila una escopeta de cañones
recortados, un listín de direcciones de fulanos con coche oficial y una
caja de tarjetas de visita hechas con posta lobera. Sería indecoroso
irme tan lejos sin dar las gracias. Compréndanlo. Por los servicios
prestados.