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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 23/11/2008
Ayer estuve limpiando el Kalashnikov. No porque tenga intención de presentarme en algún despacho municipal, nacional, central o
periférico, preguntar por los que mandan y decir hola, buenas,
ratatatatá, repártanse estas bellotas. No siempre las ganas implican
intención. El motivo de emplearme a fondo con el Tres en Uno y el paño
de frotar es más pacífico y prosaico: lo limpio de vez en cuando, para
que no se oxide.
No me gustan las armas de fuego. Lo mío son los sables. Pero el Kalashnikov es diferente. Durante dos décadas lo encontré por todas
partes, como cualquier reportero de mi generación: Alfonso Rojo,
Márquez y gente así. Era parte del paisaje. De modo que, una vez
jubilado de la guerra y el pifostio, compré uno por aquello de la
nostalgia, lo llevé a Picolandia para que lo legalizaran e
inutilizaran, y en mi casa está, entre libros, apoyado en un rincón.
Cuando me aburro lo monto y desmonto a oscuras, como me enseñó mi
compadre Boldai Tesfamicael en Eritrea, año 77. Me río a solas, con los
ojos cerrados y las piezas desparramadas sobre la alfombra, jugando con
escopetas a mis años. Clic, clac. La verdad es que montarlo y
desmontarlo a ciegas es como ir en bici: no se olvida, y todavía me
sale de puta madre. Si un día agoto la inspiración novelesca, puedo
ganarme la vida adiestrando a los de la ONCE. Que tomen nota, por si
acaso. Tal como viene el futuro, quizás resulte útil.
El caso es que estaba limpiando el chisme. Y mientras admiraba su diseño siniestro, bellísimo de puro feo, me convencí una
vez más de que el icono del siglo que hace ocho años dejamos atrás no
es la cocacola, ni el Che, ni la foto del miliciano de Capa -chunga,
aunque la juren auténtica-, ni la aspirina Bayer, ni el Guernica. El icono absoluto es el fusil de asalto Kalashnikov. En 1993 escribí
aquí un artículo hablando de eso: de cómo esa arma barata y eficaz se
convirtió en símbolo de libertad y de esperanza para los parias de la
tierra; para quienes creían que sólo hay una forma de cambiar el mundo:
pegándole fuego de punta a punta. En aquel tiempo, cuando estaba claro
contra quién era preciso dispararlo, levantar en alto un AK-47 era
alzar un desafío y una bandera.
Se hicieron muchas revoluciones cuerno de chivo en mano, y tuve el privilegio de presenciar algunas. Las vi nacer, ser
aplastadas o terminar en victorias que casi siempre se convirtieron en
patéticos números de circo, en rapiñas infames a cargo de antiguos
héroes, reales o supuestos, que pronto demostraron ser tan
sinvergüenzas como el enemigo, el dictador, el canalla que los había
precedido en el palacio presidencial. Víctimas de ayer, verdugos de
mañana. Lo de siempre. La tentación del poder y el dinero. La puerca
condición humana. De ese modo, el siglo XX se llevó consigo la
esperanza, dejándonos a algunos la melancólica certeza de que para ese
triste viaje no se necesitaban alforjas cargadas de carne picada,
bosques de tumbas, ríos de sangre y miseria. Y así, el Kalashnikov,
arma de los pobres y los oprimidos, quedó como símbolo del mundo que
pudo ser y no fue. De la revolución mil veces intentada y mil veces
vencida, o imposible. De la dignidad y el coraje del hombre, siempre
traicionados por el hombre. Del Gran Combate y la Gran Estafa.
Y ahora viene la paradoja. En este
siglo XXI que empezó con torres gemelas cayéndose e infelices degollados ante cámaras caseras de
vídeo, el Kalashnikov sigue presente como icono de la violencia y el
crujir de un mundo que se tambalea: este Occidente viejo, egoísta y
estúpido que, incapaz de leer el destino en su propia memoria, no
advierte que los bárbaros llegaron hace rato, que las horas están
contadas, que todas hieren, y que la última, mata. Pero esta vez, el
fusil de asalto que sostuvo utopías y puso banda sonora a la historia
de media centuria, la llave que pudo abrir puertas cerradas a la
libertad y el progreso, ha pasado a otras manos. Lo llevaban hace
quince años los carniceros serbios que llenaron los Balcanes de fosas
comunes. Lo empuñan hoy los narcos, los gangsters eslavos, las tribus
enloquecidas en surrealistas matanzas tribales africanas. Se retratan
con él los fanáticos islámicos cuyo odio hemos alentado con nuestra
estúpida arrogancia: los que pretenden reventar treinta siglos de
cultura occidental echándole por encima a Sócrates, Plutarco,
Shakespeare, Cervantes, Montaigne o Montesquieu el manto espeso, el
velo negro de la reacción y la oscuridad. Los que irracionales,
despiadados, hablan de justicia, de libertad y de futuro con la soga
para atar homosexuales en una mano y la piedra para lapidar adúlteras
en la otra; mientras nosotros, suicidas imbéciles, en nombre del qué
dirán y el buen rollito, sonreímos ofreciéndoles el ojete.
Lástima de Kalashnikov, oigan. Quién lo ha visto. Quién lo ve.