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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 28/9/2008
Por fin se desveló el misterio. Desde hace cuatrocientos cincuenta años, los investigadores navales ingleses se
han esforzado en averiguar por qué el Mary Rose, ojito derecho de la
flota de Enrique VIII, se fue a pique en el año 1545 frente a
Portsmouth, durante un combate con los franchutes. En realidad ya se
sabía algo: el barco no se hundió por los cañonazos enemigos, sino
porque las portas de las baterías bajas estaban abiertas durante una
maniobra complicada, entró agua por ellas y angelitos al cielo. Glu,
glu, glu. Todos al fondo. Pero faltaba el dato clave: un estudio médico
del University College de Londres -eso suena a serio que te rilas,
colega- acaba de establecer la causa exacta del hundimiento. El agua
entró por las portas abiertas, en efecto. Pero tan imperdonable
descuido marinero fue posible porque la tripulación de esa joya de la
marina inglesa no era inglesa, pese a lo que su propio nombre indica.
Ni hablar. El Mary Rose estaba tripulado por spaniards. Sí. Por
españoles. Naturalmente, eso lo explica todo.
No estoy de coña, señoras y caballeros. O la guasa no es mía. Los perspicaces investigatas del University College afirman eso
después de pasar veinte años estudiando dieciocho cráneos rescatados
del barco. Tras concienzudos estudios antropológicos, la conclusión es
que diez de esos cráneos procedían del sur de Europa, debido, ojo al
dato, a la composición específica de sus dientes. Se dice, por otra
parte, que Enrique VIII iba escaso de marineros cualificados y enroló a
extranjeros. Así que, con aplastante lógica científica, los
investigadores han llegado a la conclusión de que éstos sólo podían ser
españoles. Tal cual, oigan. Ni italianos, ni portugueses ni franceses.
Lo de los dientes es decisivo. A ver quién tiene el colmillo así de
retorcido, o tantas caries. O tan malos dientes de leche. Vaya usted a
saber. El caso es que,bueno. Blanco y en tetrabrik, eso. Leche.
Lo más fino es la conclusión del profesor Hugo Montgómery, jefe del equipo investigador. «En el estruendo de la batalla, se habría
necesitado una cadena de mando muy clara y disciplinada para cerrar a
tiempo las portas», afirma este Sherlock Holmes de la osteología
náutica. Y es que la palabra disciplina en boca de un inglés lo explica
todo. Otra cosa habría sido que el Mary Rose hubiese estado en las
competentes manos de leales súbditos británicos. No se habría hundido
bajo ningún concepto. Pero a ver qué se podía esperar con una
tripulación española -lo más normal del mundo, por otra parte, a bordo
de un barco inglés-. O sea. Con torpes y sucios meridionales, todo el
día oliendo a ajo y rezando el rosario, flojos de idiomas, que no
entendían las eficaces órdenes que se les daban en perfecta parla de
allí. Así, el hundimiento estaba cantado, claro. Elemental, querido
Watson.
Yo mismo, modestia aparte, también he investigado un poco el asunto. Y fíjense. No sólo coincido con las conclusiones
británicas, sino que, tras estudiar con una lupa la dentadura postiza
de la madre que parió al profesor Montgómery, me encuentro en
condiciones de iluminar otros rincones oscuros del naufragio. Y puedo
confirmar que, en efecto, así no había quien mandara un barco. Sé de
buena tinta -una tinta Montblanc, cojonuda- que el naufragio se produjo
cuando el almirante british, que se llamaba George Carew, ordenó «Todo
a estribor» y el timonel, que casualmente era de Ondarroa, respondió
«Errepika ezazu agindua, mesedez», que significa, más o menos, repíteme
la orden en cristiano o verdes las van a segar. Y mientras el almirante
mandaba a buscar a alguien que tradujese aquello a toda tralla, una
marejada cabroncilla empezó a colarse dentro. «Cierren portas, voto al
Chápiro Verde», ordenó entonces el almirante, algo inquieto. Entonces,
desde abajo, el contramaestre, un tal Jordi, que era de Palafrugell,
respondió. «Digui'm-ho an català si us plau», con lo que míster Carew
se quedó de boniato a media maniobra. «Pero de qué van estos mendas»
inquirió, ya francamente contrariado. Mientras tanto, los demás
tripulantes, que también eran indígenas de aquí, estaban en los
entrepuentes tocando la guitarra y bailando flamenco, costumbre
habitual de todos los marineros españoles, sin excepción, en
situaciones de peligro. Fue entonces cuando los oficiales, nativos de
Bristol y de sitios así, rubios y tal, empezaron a gritar: «¡El barco
zozobra, el barco zozobra!». Y abajo, algunos tripulantes, que eran
tartamudos y además de Cádiz, respondieron, con palmas de tanguillo y
mucho arte: «Pues más vale que zo-zobre a que fa-falte, pi-pisha». Y
claro. En dos minutos, el Mary Rose se fue a tomar por saco.
Dicen los libros de Historia que las últimas palabras del almirante Carew, antes de ahogarse como un salmonete, fueron: «No puedo
controlar a estos truhanes». Pero no. Lo que realmente dijo fue: «No
puedo controlar a estos hijos de puta».