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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 21/9/2008
El asunto es conocido, así que ahorro nombres y detalles: un
caballero acude en socorro de una mujer a la que maltratan, el
maltratador le da una paliza que lo deja a las puertas de la muerte, y
la maltratada se pone de parte del maltratador. En el fondo es buen
chaval, argumenta la churri. A ver quién le ha dado al otro vela en el
entierro.
Algunos creerán que eso es raro, pero no lo es. El arriba firmante, por ejemplo, tuvo en otro tiempo oportunidad de presenciar
dos situaciones parecidas, una como testigo y otra como estrella
invitada, a medias con el rey del trile, Ángel Ejarque Calvo. La
primera fue durante un reportaje nocturno en los barrios duros
madrileños, allá por los ochenta. Avisada la policía de que un tío le
estaba dando a su legítima las suyas y las del pulpo, acudió una
patrulla. Y cuando redujeron al fulano, poniéndole unas esposas, la
mujer, a la que el otro había puesto la cara guapa, se revolvió como
una fiera contra los maderos. «¡Dejadlo, dejadlo, hijos de puta!
-gritaba desgañitándose-. ¡Dejadlo!»
La segunda vez salía de calzarme unas garimbas con Ángel en las Vistillas -acababan de soltarlo del talego-, cuando nos topamos
con un jambo que le daba fuertes empujones a una mujer contra el capó
de un coche, mientras discutían. Le afeamos la conducta y se nos puso
bravo. Ángel -hoy honrado currante y abuelo múltiple-, que fue boxeador
y todavía entrenaba en La Ferroviaria, lo miró fijo y muy serio,
calculando en dónde iba a calzarle la hostia. Y en ésas se nos rebotó
la torda. «¿Pa qué os metéis vosotros?», preguntó. Me encogí de hombros
y le dije a mi plas: «Tiene razón, colega. ¿Pa qué nos metemos?». Y
Ángel, que siempre rumia las cosas muy despacio y todavía andaba
mirándole el hígado al otro, levantó una ceja y dijo: «Vale». Y nos
fuimos. Y al rato, después de pensarlo un rato, concluyó, filosófico:
«Sarna con gusto no pica, colega».
Podría contarles más bonitas y edificantes historias como ésas, y no sólo de individuos e individuas. También entre pavas se
dan su ajo. Tengo una preciosa sobre una conocida feminata que varea
con frecuencia a su pareja, y la otra sigue allí, encantada, mientras
ambas denuncian con mucho garbo y energía el machismo repugnante de la
sociedad española. Pero a estas alturas del artículo ustedes habrán
captado el fondo del asunto, resumible en lo de Ángel: leña con gusto
no duele. La existencia de ciertos verdugos -no todos, pero sí algunos-
sería imposible sin la complicidad activa o pasiva de ciertas víctimas.
Sobre eso de las complicidades conozco, casualmente, otra interesante
historia doméstica, que concluyó cuando él se despertó a media noche,
se la encontró sentada en el borde de la cama, mirándolo, y ella dijo:
«La próxima vez que me pongas la mano encima, borracho o sobrio, te
corto la garganta mientras duermes». Y no volvió a tocarla, oigan. El
tío machote.
De cualquier modo, ya no es como antes. Es verdad que
hay muchas mujeres en España que siguen siendo rehenes de una sociedad
opresiva, perversa, y también de sí mismas. Para ellas poco ha cambiado
desde los tiempos en que la familia aconsejaba tragarlo todo por el qué
dirán, y el confesor -infalible pastor de cuerpos y almas- recetaba
resignación cristiana y oraciones pías. Es cierto también que el ser
humano es muy complejo, y no resulta fácil ponerse en el lugar de una
mujer maltratada, a menudo sola y desprovista de apoyos y consuelos, o
considerar el proceso de destrucción interior, en ocasiones
imperceptible para ellas mismas, al que muchas mujeres inteligentes y
capaces se ven sometidas en el matrimonio o la vida en pareja. También
es verdad que cuando una mujer se enamora hasta las cachas puede
volverse, a veces, completamente gilipollas -«En llegando a querer, y más, doncella, / su honor y el de los padres atropella»,
decía Lope, llevando el intríngulis a otros pastos-. Todo eso es
cierto; pero también lo es que hoy tenemos televisión, periódicos,
información circulando por todas partes. Y leyes adecuadas. La
ignorancia, el miedo, el amor desaforado, ya no son excusas para
ciertos comportamientos y tolerancias.
Cualquier mujer, hasta la más ignorante o estúpida, sabe ahora cosas que antes no sabía. O puede saberlas, a poco que mire.
Por eso es tan irritante observar en los hombres, adultos o niños,
actitudes que a menudo son sus mismas mujeres, madres, hermanas,
esposas, las que las transmiten, alientan y justifican. Es como lo del
pañuelo o el velo islámico. Cada vez que veo por la calle a una pava
velada con niños pequeños me pregunto hasta qué punto no será culpable,
en el futuro, del velo de esa hija y del comportamiento de ese hijo.
Poca diferencia encuentro entre la mujer que disculpa al hombre que le
sacude estopa y la que afirma llevar el hiyab en ejercicio voluntario
de su libertad personal. En tales casos, igual que mi colega Ángel
aquella noche en las Vistillas, no puedo menos que pensar: sarna con
gusto no pica, colega. Que cada palo aguante su vela. Que cada velo
aguante su palo.