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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 13/7/2008
Esta semana que viene toca de nuevo conmemorar batallita. Y no se trata de una cualquiera: en Bailén, el 19 de julio de 1808, dos
meses y medio después del 2 de Mayo, a las águilas de Bonaparte les
hicieron cagar las plumas. Por primera vez en la historia de Europa, un
ejército napoleónico tuvo que rendirse después de un partido de
infarto, en el que nuestra selección nacional -tropas regulares,
paisanos armados y guerrilleros- aguantó admirablemente los dos tiempos
y la prórroga. También es verdad que fue la única vez que ganamos la
copa, pues luego los franceses nos dieron siempre las del pulpo; o
ganamos, cuando lo hicimos, con ayuda de las tropas inglesas que
operaban en la Península. Si algo demostramos los españoles durante
toda la campaña fue que para la insurrección y el dar por saco éramos
unos superdotados, pero que a la hora de ponernos de acuerdo y combatir
organizados no había quien nos conciliara. Paradojas de la guerra: por
eso los gabachos nunca pudieron ganar. Acostumbrados a que alemanes o
austriacos, por ejemplo, después de derrotados en el campo de batalla,
se pusieran a sus órdenes con la policía y todo, preguntando muy serios
a quién había que meter en la cárcel por antifrancés, no comprendían
que los españoles, derrotados un día sí y otro también, no terminaran
de rendirse nunca; y encima, en los ratos de calma, se incordiaran y
mataran entre ellos mismos.
Al hilo de todo esto, un historiador británico se lamentaba hace poco de que aquí conmemoremos el bicentenario de aquella guerra con
poco agradecimiento al papel que las tropas inglesas tuvieron en ella;
ya que fueron éstas las que proporcionaron ejércitos disciplinados y
coordinaron, con Wellington, las más decisivas operaciones. Y tiene
razón ese historiador. En batallas y asedios, Bailén y los sitios
aparte, la contribución británica fue decisiva. Lo que pasa es que de
ahí a que los españoles deban agradecerlo, media un trecho. En primer
lugar, los ingleses no desembarcaron para ayudarnos a sacudir el yugo
francés, sino para establecer aquí una zona de continuo desgaste
militar para su enemigo continental. Además, y salvo ilustres
excepciones, su desprecio y arrogancia ante el pueblo español que se
sacrificaba en la lucha fueron constantes, compartidos por la mayor
parte de los historiadores británicos de entonces y de ahora. Por
último, las tropas inglesas en suelo español se comportaron, a menudo,
más como enemigas que como aliadas, cebándose en la población civil.
Eso, manifestado ya durante la desastrosa retirada del general Moore en
La Coruña, se evidenció en los saqueos de Ciudad Rodrigo, Badajoz y San
Sebastián.
Y no hablo de trincar unas monedas y un par de candelabros. Historiadores españoles contemporáneos como Toreno y Muñoz Maldonado,
por aquello de la delicadeza entre aliados, pasan por el asunto de
puntillas; pero los mismos ingleses -Napier, Hamilton, Southey- lo
cuentan con detalle. Sin olvidar la memoria local de los lugares
afectados, donde todavía recuerdan los tristes días de la liberación
británica. En Ciudad Rodrigo, por ejemplo, la toma de la ciudad a los
franceses fue seguida de una borrachera colectiva -extraño, tratándose
de ingleses-, asesinatos, saqueo de las casas de quienes salían a
recibir alborozados a los libertadores, y violación de todas las
señoras disponibles. Wellington atribuyó los excesos a que era la
primera vez que sus tropas liberaban una ciudad española, y estaban
poco acostumbradas; pero la cosa se repitió, aún peor, en la toma de
Badajoz, donde 10.000 ingleses borrachos saquearon, violaron y mataron
españoles durante dos días y dos noches, y culminó en San Sebastián,
donde al retirarse los franceses y salir los vecinos a recibir a los
libertadores, éstos se entregaron a una orgía de violencia, saqueos y
violaciones masivas que no respetó a nadie. Luego vino el incendio de
la ciudad: de 600 casas, de las que sólo 60 habían sido destruidas
durante el asedio, quedaron 40 en pie. Habría sido ahí muy útil la
feroz disciplina que, más tarde, Wellington impuso a las tropas que lo
acompañaron en la invasión de Francia, cuando fusilaba sin
contemplaciones a todo español que cometía algún exceso como revancha
contra los franceses.
Puestos a eso, la verdad, simpatizo un pelín más con los gabachos. Al menos ellos saqueaban, mataban y violaban porque eran
enemigos, tomando al asalto ciudades donde hasta los niños te endiñaban
un navajazo. Los súbditos de Su Graciosa son harina de otro costal:
iban a lo suyo y los españoles les importaban un carajo. Así que, en lo
que a mí se refiere, que a Wellington y las tropas inglesas los
homenajee en Londres su puta madre.