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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 11/5/2008
No siempre quienes frecuentan el bar de Lola son tíos. A veces
se cuela alguna torda canónica, segura y brava, de las que entran
taconeando -o no- con la cabeza alta; y cuando un desconocido les dice
hola, nena, sugieren que llame nena a la madre que lo parió. Hace un
par de semanas entró María: cuarenta largos y una mirada de esas que
cortan la leche del café que te llevas a la boca, o deshacen en el vaso
la espuma de tu cerveza. «¿Y qué hay de los pavos?», me soltó a
bocajarro. «¿Qué hay de esos tiñalpas ordinarios marcando paquete y
tableta de chocolate que parecen salidos de un casting de Operación Triunfo,
o de esos blanditos descafeinados y pichafrías que pegan el gatillazo y
se pasan la noche llorándote en el hombro y llamándote mamá?»
Eso fue, exactamente, lo que me preguntó María apenas se acodó en la barra, a mi lado. Y como me pilló sin argumentos -estaba
distraído mirándole el escote a Lola, que fregaba vasos tras el
mostrador- me agarró de un brazo, llevándome a la ventana. «Observa,
Reverte», dijo señalando a un cacho de carne de hamburguesería que
pasaba vestido con chanclas y camiseta andrajo de marca, zapatillas
fosforito, los pantalones cortos caídos sobre las patas peludas, rotos
y con la bragueta abierta y el elástico de los kalviklein asomándole
bajo los tocinos tatuados. Luego señaló a otro que pasaba con una mano
en un pezón de su novia y el móvil en la otra. «Fíjate», dijo. «Fulano
indudablemente buenorro, cuerpazo sin deformaciones de bocatería; pero
ha decidido ponerse pijoguapo de diseño y te partes, colega. Y no te
pierdas el meneíto leve del culo, aprendido de la tele. Antes imitaban
a Humphrey Bogart y ahora imitan a Bustamante. ¿Cómo lo ves? Te apuesto
lo que quieras a que si la novia tropieza, o lo que sea, lo oímos
cagarse en la hostia y decirle a la churri: joder, tía, ¿vas ciega o
qué? Casi me tiras el Nokia.»
Volvemos a la barra, María enciende un cigarrillo y me mira de soslayo, guasona, mientras pide una caña para mí y un vermut para
ella -«Con aceitunas, por favor»-. Luego me echa despacio el humo en la
cara y pregunta, para emparejar con Ava Gardner y compañía, dónde están
ahora aquellos pavos con registros que iban de Clark Gable a Marlon
Brando. Aquel blanco y negro, o technicolor, donde lo más ligero que
una se echaba al cuerpo era el toque ligeramente suave y miope del
James Dean de Gigante. Porque daba igual que en la vida real
-el cine era el cine, etcétera- alguno tocara al mismo tiempo saxofón y
trompeta; el rastro que dejaban era lo importante: Rock Hudson siempre
correcto, servicial y enamorado. El torso de Charlton Heston en El planeta de los simios.
Los ojos de Montgomery Clift en aquella estación de Roma, donde estaba
para comérselo. O, pasando a palabras mayores, Burt Lancaster
revolcándose en la playa con Lana Turner, Cary Grant en el pasillo del
hotel con Grace Kelly, Gary Cooper a cualquier edad y en donde fuera o
fuese, y algún otro capaz de descolocar a una hembra como Dios manda y
hacerle perder los papeles y la vergüenza: Robert Mitchum en El cielo lo sabe, por ejemplo. «¿Ubi sunt, Reverte?».
Y no me vengas, añade María mordisqueando una aceituna,
con que eran cosa del cine. También en la vida real resultaban
diferentes. «Esos hombres que antes se habrían tirado por la ventana
que ir sin chaqueta y mostrar cercos de sudor, ¿los imaginas saliendo a
la calle en chanclas o chándal, con gorra de béisbol en vez de sombrero
que poder quitarse ante las señoras?... Añoro esos cuerpos gloriosos de
camisa blanca y olor a limpio, o a lo que un hombre deba oler cuando,
por razones que no detallo, no lo está. No era casual, tampoco, que en
las fotos familiares nuestros padres fueran clavados a Gregory Peck, o
que hasta el más humilde trabajador pareciese cien veces más hombre que
cualquiera de los mingaflojas que hoy arrasan entre las tontas de la
pepitilla que se licúan con Bruce Willis, con Gran Hermano o
con tanta mariconada. ¿Qué iba a hacer hoy Sophia Loren con uno de
estos gualtrapas? Hasta los niños de antes, acuérdate, procuraban
caminar con desenvoltura, espalda recta y aire adulto, para dejar claro
que sólo los pantalones cortos les impedían ser señores y llevarnos de
calle a las niñas. Hablo de hombres de verdad: masculinos, educados,
correctos en el vestir, silenciosos cuando la prudencia o la situación
lo requerían; torpes, tímidos a veces, pero fiables como rocas, o
pareciéndolo. Aunque te miraran el culo. Hombres con reputación de
tales, que te hacían temblar las piernas con una mirada o una sonrisa.
Señores a los que, como tú sueles decir, era posible llamar de ese modo
sin tener que aguantarse las carcajadas; a diferencia de ahora, que en
los rótulos de las puertas de los servicios llaman caballero a cualquiera.»