Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 16/3/2008
Me sigue sorprendiendo que se sorprendan. O que hagan tanto
paripé, cuando en realidad no les importa en absoluto. Ni a unos, ni a
otros. Y eso que todo viene seguido, como las olas y las morcillas. La
última -estudio internacional sobre alumnos de Primaria, o como se
llame ahora- es que el número de alumnos españoles de diez años con falta de comprensión lectora se acerca al 30 por ciento. Dicho en parla normal: uno de cada tres
críos no entiende un carajo de lo que lee. Y a los 18 años, dos de cada
tres. Eso significa que, más o menos en la misma proporción, los
zagales terminan sus estudios sin saber leer ni escribir correctamente.
Las deliciosas criaturas, o sea. El báculo de nuestra vejez.
Pero tranquilos. La Junta de Andalucía toma cartas en
el asunto. Fiel a la tradicional política, tan española, de
subvenciones, ayudas y compras de voto, y además le regalo a usted la
Chochona, la manta Paduana y el paquete de cuchillas de afeitar para el
caballero, a los maestros de allí que «se comprometan a la mejora de resultados» les van a dar siete mil euros uno encima de otro. Lo que demuestra que
son ellos quienes tienen la culpa: ni la Logse, ni la falta de
autoridad que esa ley les arrebató, ni la añeja estupidez analfabeta de
tanto delincuente psicopedagógico y psicopedagocrático, inquilino
habitual, gobierne quien gobierne, del ministerio de Educación. Los
malos de la película son, como sospechábamos, los infames maestros. Así
que, oigan. A motivarlos, para que espabilen. Que la pretendida mejora
de resultados acabe en aprobados a mansalva para trincar como sea los
euros prometidos -una tentación evidente-, no se especifica, aunque se
supone. Lo importante es que las estadísticas del desastre escolar se
desplacen hacia otras latitudes. Y los sindicatos, claro, apoyan la
iniciativa. Consideren si no la van a apoyar: ya han conseguido que a
sus liberados, que llevan años sin pisar un aula, les prometan los
siete mil de forma automática, por la cara. Y más ahora que, de aquí a
tres años, con los nuevos planes de la puta que nos parió, un profesor
de instituto ya no tendrá que saber lengua, ni historia, ni
matemáticas. Le bastará con saber cómo se enseñan lengua, historia y
matemáticas. Y más si curra en España: el único país del mundo donde
los profesores de griego o latín enseñan inglés.
Así, felices de habernos conocido, seguimos galopando
alegremente, toctoc, tocotoc, hacia la nada absoluta. Todavía hay
tontos del ciruelo -y tontas del frutal que corresponda- sosteniendo
imperturbables que leer en clase en voz alta no es pedagógico. Que ni
siquiera leer lo es; ya que, según tales capullos, dedicar demasiado
tiempo a la lectura antes de los 14 años hace que los chicos se aíslen
del grupo y descuiden las actividades comunes y el buen rollito. Y eso
de ir por libre en el cole es mentar la bicha; te convierte en pasto de
psicólogos, psicoterapeutas y psicoterapeutos. Cada pequeño cabrón que
prefiere leer en su rincón a interactuar adecuadamente en la actividad
plástico-formativo-solidaria de su entorno circunflejo, por ejemplo,
torpedea que el día de mañana tengamos ciudadanos aborregados,
acríticos, ejemplarmente receptivos a la demagogia barata, que es lo
que se busca. Mejor un bobo votando según le llenen el pesebre, que un
resabiado culto que lo mismo se cisca en tus muertos y vete tú a saber.
El otro día tomé un café con mi compadre Pepe Perona
-«Café, tabaco y silencio, hoy prohibidos», gruñía-, que pese a ser
catedrático de Lengua Española exige que lo llamen maestro de
Gramática. Le hablé de cuando, en el cole, nos disponían alrededor del
aula para leer en voz alta el Quijote y otros textos, pasando a los
primeros puestos quienes mejor leían. «¿Primeros puestos? -respingó mi
amigo-. Ahora, ni se te ocurra. Cualquier competencia escolar
traumatiza. Es como dejar que los niños varones jueguen con pistolas y
no con cocinitas o Nancys. Te convierte en xenófobo, machista, asesino
en serie y cosas así». Luego me ilustró con algunas experiencias
personales: una universitaria que lee siguiendo con el dedo las líneas
del texto, otro que mueve los labios y la cabeza casi deletreando
palabras... «El próximo curso -concluyó- voy a empezar mis clases
universitarias con un dictado: Una tarde parda y fría de invierno. Punto. Los colegiales estudian. Punto. Monotonía de lluvia tras los cristales. Después, tras corregir las faltas de ortografía, mandaré escribir cien veces: Analfabeto se escribe sin hache; y luego, lectura en voz alta: En un lugar de la Mancha, etcétera».
Lo miré, divertido. «¿Lo sabe tu rector?». Asintió el maestro de
Gramática. «¿Y qué dice al respecto?». Sonreía mi amigo, malévolo y
feliz, encantado con la idea; y pensé que así debió de sonreír Sansón
entre los filisteos. «Dice que me van a crucificar.»