Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Es de noche y llueve desde hace unos minutos sobre la sinuosa carretera de Madrid al Escorial. Clap, clap, clap, hacen los
limpiaparabrisas mientras conduzco con precaución. Es sábado por la
noche, el tráfico de subida hacia la sierra es intenso, y las gotas de
agua y el asfalto mojado reflejan destellos de faros. Al salir de una
curva, los míos iluminan a dos chicos jóvenes montados en una motillo.
Van inclinados hacia delante bajo la lluvia, con los cascos puestos y
pegados al lado derecho de la carretera, mientras los coches pasan
cerca, salpicándolos con turbonadas de agua. Es zona de urbanizaciones,
la moto es pequeña, y al dar la luz larga confirmo que los chicos deben
de tener diecisiete o dieciocho años y no van equipados para la
carretera. Se trata, deduzco, de dos muchachos haciendo un trayecto
corto. Seguramente viven en las cercanías y se dirigen a casa de un
amigo, o a uno de los multicines o complejos recreativos próximos. El
aguacero los sorprendió subiendo el puerto, y avanzan lo mejor que
pueden, pegado el que va de paquete a la espalda del compañero, con la
resolución insensata y valerosa de su extrema juventud. Jugándose
literalmente la vida a las diez de la noche, a oscuras en una
carretera, bajo la lluvia, para llegar a tiempo a la cita con los
compañeros de clase, la pandilla de amigos -palabra mágica- o el par de
chicas con las que están citados en la hamburguesería o el cine. Y
mientras, disponiéndome a adelantarlos, pongo el intermitente a la
izquierda para advertir de su presencia a los coches que vienen detrás
de mí, pienso que no me gustaría ser hoy la madre o el padre que vieron
salir a esos chicos de casa, oyeron el tubo de escape de la moto
alejándose, y ahora escuchan golpear la lluvia en los cristales.
Sin duda me hago viejo, pienso. Demasiado. Por alguna extraña razón, esos dos muchachos en la motillo, tozudamente inclinados hacia
delante bajo la lluvia, me remueven los adentros. Hace demasiado tiempo
que dejé atrás líneas de sombra y demás parafernalia moza; pero aún
recuerdo lo que puede sentirse a lomos de una moto que avanza trazando
curvas en la oscuridad, impulsado, como esa pareja de frágiles jinetes
nocturnos, por la amistad, el amor, el deseo de aventura, la
irreflexiva osadía de la juventud firme, arriesgada, segura. Y es noche
de sábado, nada menos. El tiempo que hay por delante está preñado de
promesas. No hay lluvia, ni carretera negra, ni turbonadas de agua
pulverizada al paso de coches indiferentes que enfríe el entusiasmo de
dos jóvenes de diecipocos años que cabalgan resueltos a zambullirse
expectantes, gozosos, en cuanto los aguarda. En la plena vida. Tal vez,
mientras la lluvia azota las viseras bajadas de sus cascos y el agua
les empapa cazadoras y pantalones, presienten la música que oirán
dentro de un rato, oyen la risa leal de los amigos, ven ante sí los
ojos de muchachas que esta noche los mirarán a los ojos para
confirmarles que el mundo es un lugar maravilloso. Quizá porque van al
encuentro de todo eso los dos chicos siguen adelante sin arredrarse,
con su pequeña moto. Son jóvenes, sufridos, valientes. Y se creen
eternos. Inmortales.
Mientras paso a su lado, adelantándolos entre turbonadas de lluvia, los miro de soslayo y les deseo suerte. Ojalá, pareja de
impávidos pardillos, lleguéis sanos y salvos allí a donde os dirijáis,
y el calor de los amigos os seque las ropas mojadas, la piel fría y las
manos heladas. Que valga la pena lo que estáis pasando. Que la
hamburguesa esté en su punto, la cocacola lo bastante fría, las
palomitas crujan, la película sea tan buena como os dijeron, la chica
sonría como esperáis y se deje besar esta noche por fin, o bien os
acometa y bese ella, que tanto monta. Que podáis volver a casa sobre un
asfalto seco y con la gasolina suficiente para que la motillo no os
deje tirados, y que los padres que ahora miran angustiados el reloj
sientan el inmenso alivio de oír abrirse la puerta de la calle o
vuestros pasos en el pasillo al regresar. Que todo eso os pertenezca
para siempre, y que esta valerosa determinación, dos muchachos solos en
la noche subiendo un puerto peligroso, inclinados tenazmente bajo la
lluvia, no os abandone nunca en otras carreteras. Amén.
Con tales pensamientos termino de adelantar, pongo el intermitente a la derecha y sigo adelante mientras queda atrás, en el
retrovisor, el faro solitario de la pequeña moto. Dos chicos
irresponsables, tontos y valientes, me digo perdiéndolos de vista.
Ojalá lleguen a donde van. Ojalá lleguen todos.