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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 09/12/2007
Hoy vamos de historieta histórica, si me permiten. Merece la pena. En los últimos tiempos, y por razones
de trabajo, me he visto entre libros y documentos bicentenarios, de
esos que a veces estremecen y otras te dejan una sonrisilla cómplice
cuando proyectas, sobre la prosa fría del documento, imaginación
suficiente para revivir el asunto. El de hoy se refiere al dos de mayo
de 1808, cuando Madrid estaba en plena pajarraca insurreccional contra
las tropas francesas. Es rigurosamente verídico, aunque parezca
esperpento propio de una película de Berlanga. Y es que, a veces,
también la España negra tiene su puntito.
Todo empezó con una carta escrita a media mañana, cuando la ciudad era un tiroteo de punta a punta, la gente sublevada
peleaba donde podía, y la caballería francesa cargaba contra paisanos
armados con navajas en la puerta del Sol y la puerta de Toledo. La
carta iba dirigida al director de la Cárcel Real de Madrid -situada
junto a la plaza Mayor, hoy sede del ministerio de Asuntos Exteriores-
por Francisco Xavier Cayón, uno de los reclusos, y estaba escrita en
nombre de sus compañeros: «Abiendo advertido el desorden que se
nota en el pueblo y que por los balcones se arroja armas y munisiones
para la defensa de la Patria y del Rey, suplica, bajo juramento de
volber a prisión con sus compañeros, se les ponga en libertad para ir a
esponer su vida contra los estranjeros». Entregada al carcelero
jefe Félix Ángel, la solicitud llegó a manos del director. Y lo
asombroso es que, en vista del panorama y de que los presos, ya
artillados de hierros afilados, tostones y palos, estaban montando una
bronca de órdago, se les dejó salir a la calle bajo palabra. Tal cual.
Ahora imagínense el cuadro. Sin mucho esfuerzo, porque
la Historia conservó los pormenores del episodio. De los noventa y
cuatro reclusos, treinta y ocho prefirieron quedarse en el estarivel, a
salvo con los boquis, y cincuenta y seis caimanes se echaron al mundo.
Eran, claro, lo más fino de cada casa: gente del bronce y de puñalada
fácil, chanfaina de los barrios crudos del Rastro, Lavapiés y el
Barquillo, brecheros, afufadores, jaques de putas, Monipodios,
Rinconetes, Cortadillos, Pasamontes y otras prendas, incluido un pastor
de cabras que había dado unas cuantas mojadas a un tabernero por
aguarle el morapio. Y, bueno. Como digo, salieron. De estampía. Lástima
de foto que nadie les hizo. Porque menuda escena. Ignoro cuántas
ermitas visitaron de camino aquellos ciudadanos para entonarse de uvas
antes de la faena; pero unos franchutes, que manejaban en la plaza
Mayor un cañón con el que hacían fuego hacia la calle de Toledo, vieron
caerles encima una jábega de energúmenos morenos, patilludos, tatuados
y vociferantes, que a los gritos de «¡Viva el rey!» y «¡Muerte a los
gabachos!» se los pasaron literalmente por la piedra de amolar, dándole
ajo a siete. En pleno escabeche, por cierto, se incorporó a la peña
otro preso del talego del Puente Viejo de Toledo, que se había abierto
sin ruegos ni instancias, por la cara. Se llamaba Mariano Córdova, era
natural de Arequipa, Perú, y tenía veinte años. Venía buscando gresca y
se les unió con entusiasmo. Ya se sabe: Dios los cría.
El zafarrancho de la plaza Mayor duró un rato, y tuvo
su aquel. Los presos dieron la vuelta al cañón de los malos y le
arrimaron candela a un escuadrón de caballería de la Guardia Imperial
que cargaba desde la puerta del Sol. Al cabo, faltos de munición,
inutilizaron el cañón y se desparramaron por las callejuelas del
barrio, cachicuerna en mano, buscándose la vida. Entre carreras,
navajazos y descargas francesas, palmaron el peruano Córdova y el
ilustre manolo del barrio de la Paloma Francisco Pico Fernández. Su
compañero Domingo Palén resultó descosido de asaduras y acabó en el
Hospital General, y dos presos más se dieron por desaparecidos y, según
los testigos, por fiambres. Pero lo más bonito, lo pintoresco del
colorín colorado de esta singular historia, es que, de los cincuenta y
dos restantes, sólo uno faltó al recuento final. Entre aquella noche y
la mañana del día siguiente, cincuenta y un cofrades regresaron a la
Cárcel Real, solos o en pequeños grupos. Me gusta imaginar a los
últimos llegando al alba -alguno visitaría antes a la parienta,
supongo- exhaustos, ensangrentados, provistos de armas y despojos de
franceses, con los bolsillos llenos de anillos, monedas gabachas,
dientes de oro y otros detallitos, tras haber hecho concienzudo alto en
cuantas tabernas hallaron de camino. Con una sonrisa satisfecha y feroz
pintada en el careto, supongo. Cincuenta y un presos de vuelta, y uno
sólo declarado prófugo. Cumpliendo como caballeros, ya ven. Gente de
palabra.