Uso de cookies. Utilizamos cookies para mejorar tu experiencia. Si continúas navegando, aceptas su uso. Nota legal sobre cookies.

Cerrar


Prensa > Patente de corso

Patente de corso

Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.

Fantasmas entre las páginas

ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 11/11/2007

No tengo ex libris, y nunca quise tenerlo. El ex libris, como saben ustedes, es una etiqueta o pegatina impresa que se adhiere a una de las guardas interiores de los libros de una biblioteca, para identificar a su propietario. «Soy de Fulano de Tal», suele decir la leyenda, o recoge algún lema -«Nunca estoy menos solo que cuando estoy solo» por ejemplo- que a menudo viene acompañado de una ilustración, motivo o escudo. Es costumbre bonita y antigua, y algunos ex libris son tan hermosos que hay quien los colecciona. Alguna vez un amigo artista se ofreció a hacerme uno, pero nunca acepté. Tengo mis ideas sobre la propiedad de libros y bibliotecas, y están relacionadas con lo efímero del asunto. He visto muchos libros arder, biblioteca de Sarajevo incluida, y comprado demasiados libros viejos como para hacerme ilusiones al respecto. Si es cierto que todo en esta vida lo poseemos sólo a título de depósito temporal, los libros son un recordatorio constante de esa evidencia. Creo que pretender amarrarlos a la propia existencia, al tiempo limitado de que dispone cada uno de nosotros, es un esfuerzo inútil. Y triste.

Quizá sea ésa, la palabra ‘tristeza', la que mejor define el asunto.
Como comprador y poseedor contumaz de libros usados, cazador de ojo adiestrado y dedos polvorientos en librerías de viejo y anticuarios, nunca puedo evitar que, junto al placer feroz de dar con el libro que busco o con la sorpresa inesperada, al goce de pasar las páginas de un viejo libro recién adquirido, lo acompañe una singular melancolía cuando reconozco las huellas, evidentes a veces, leves otras, de manos y vidas por las que ese libro pasó antes de entregarse a las mías. Como un hombre que, incluso contra su voluntad, detecte en la mujer a la que ama el eco de antiguos amantes, nunca puedo evitar -aunque me gustaría evitarlo- que el rastro de esas vidas anteriores llegue hasta mí en forma de huella en un margen, de mancha de tinta o de café, de esquina de página doblada, anotada o intonsa, de objeto que, abandonado a modo de marcador entre las hojas, señala una lectura interrumpida, quizá para siempre.

Y en efecto, ‘tristeza' es la palabra. Melancolía absorta en las
vidas anteriores a las que el libro que ahora tengo en las manos dio compañía, conocimiento, diversión, lucidez, felicidad, y de las que ya no queda más que ese rastro, unas veces obvio y otras apenas perceptible: un nombre escrito con tinta o la huella de una lágrima. Vidas lejanas a cuyos fantasmas me uniré cuando mis libros, si tienen la suerte de sobrevivir al azar y a los peligros de su frágil naturaleza, salgan de mis manos o de las de mis seres queridos para volver de nuevo a librerías de viejo y anticuarios, para viajar a otras inteligencias y proseguir, de ese modo, su dilatado, mágico, extraordinario vagar.

Por eso, como digo, no tengo ex libris. Rindo culto a los
fantasmas, pero no deseo ser uno de ellos. Las estirpes se acaban, los mundos se extinguen, y tarde o temprano llega siempre el tiempo de los ropavejeros y los bárbaros. No quiero que mi nombre, mi lema, mi frágil vanidad de propietario sean causa de que, pasado el tiempo, alguien abra un libro polvoriento o chamuscado y descubra allí mi nombre como en la lápida de una tumba; donde por cierto, tampoco deseo figurar, jamás: «Soy -fui- de Fulano de Tal». Por eso, del mismo modo que conservo con celo ritual cualquier reliquia de anteriores propietarios, dejando allí donde la encuentro la hoja o el pétalo seco de flor, la carta doblada, el dibujo, la tarjeta postal, en lo que a mí se refiere procuro, como quien borra con cuidado las huellas de un asesinato, eliminar todo rastro. Por desgracia, alguno es indeleble: dedicatorias de amigos, subrayados y cosas así. Pero el resto de evidencias procuro eliminarlas con impecable eficacia. Situándome con paranoia de asesino minucioso ante cada libro que abandono en un estante para cierto tiempo -tal vez para siempre-, reviso antes sus páginas retirando cuanto allí dejé durante la lectura: cartas, tarjetas de embarque, notas, facturas, tarjetas de visita. Sin embargo, cuando tras la última ojeada considero limpia la escena del crimen y estoy a punto de cerrar la puerta a la manera de un Rogelio Ackroyd dispuesto a enfrentarse al detective, no puedo evitar una sonrisa contrariada y cómplice. Sé que, pese a mis esfuerzos, un buen rastreador, un lector adiestrado como Dios manda, cualquiera de los nuestros, como diría el buen y viejo abuelo Conrad, sabrá reconocer en pistas sutiles -una nota escrita a lápiz y borrada luego, una mancha de lluvia o agua salada, una marca de tinta, sangre o vida- la huella de mis manos. El eco de mi existencia anónima en esas páginas que amé, y que me recuerdan.