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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 01/7/2007
Estoy sentado en una terraza, leyendo junto al viejo puerto del castillo del Huevo, en Nápoles. Y me digo que los libros sirven,
entre otras cosas, para amueblar paisajes. Llegas a tal o cual sitio,
aunque nunca antes hayas estado allí, y las páginas leídas permiten ver
cosas que otros, menos afortunados o previsores, no son capaces de
advertir. Un islote despoblado y rocoso del Mediterráneo, por ejemplo,
es sólo un pedrusco seco cuando quien lo contempla desconoce las
peripecias de Ulises y sus compañeros. Sin Lampedusa y su Gatopardo, Palermo no sería más que una calurosa e incómoda ciudad siciliana.
Quien viaja a México ignorando los textos de Bernal Díaz del Castillo o
de Juan Rulfo, no sabe lo mucho que se pierde. Y no es lo mismo pasear
por Oviedo, o por Buenos Aires, con o sin La regenta, Roberto Arlt y
Borges en el currículum.
Con Nápoles me ocurre exactamente eso. Amo esta ciudad pese a su carácter ruidoso, sucio y caótico. Y la amo no sólo por su
bellísima bahía, sus islas próximas y el mar venerable al que se asoma,
sino por las imágenes y lecturas acumuladas durante toda mi vida:
Curzio Malaparte, Totó, Stendhal, el duque de Rivas, Sofía Loren,
Benedetto Croce, Giuseppe Galasso y tantos otros. Pero sucede que,
aparte todo eso, en Nápoles no soy extranjero; ningún español lo es.
Desde Alfonso V de Aragón y durante trescientos cincuenta años, nuestra
presencia fue intensa y constante, sobre todo en los siglos XVI y XVII,
cuando esta ciudad y su entorno eran tan españoles como Andalucía,
Vizcaya o Cataluña. Aquí estuvo Francisco de Quevedo con su amigo el
duque de Osuna; y de este puerto, bajo las cuatro torres negras de
Castelnuovo, salieron las galeras españolas para corsear en el mar de
Levante, combatir la piratería turca y vencer en Lepanto. Soldados
embarcados en esas galeras -uno de ellos se llamaba Miguel de
Cervantes- dejarían cumplida constancia en memorias, relaciones y
escritos. Todos, además, hablaron de Nápoles con cálida añoranza: clima
templado, hermoso país, dinero de botines para gastar, ventorrillos de
Chiaia, mujeres guapas, mancebías de la vía Catalana, tabernas del
Mandaracho y del Chorrillo. Ciudad magnífica, la llamaron: pepitoria
del orbe y escenario de su dorada juventud, cuando España era todavía
la potencia más poderosa de Europa, tenía a medio mundo agarrado por el
pescuezo y estaba en guerra con el otro medio.
Así, visitar esta ciudad es pasear también por la historia de España. Hasta el dialecto napolitano quedó trufado de españolismos espléndidos: mperrarse, mucciaccia, mantiglia, fanfarone, guappo. Las iglesias están empedradas de lápidas funerarias con nombres de
gobernantes, religiosos y soldados españoles, y en cada esquina
despunta un recuerdo, un nombre, una referencia inalterada, directa:
calle del Sargento Mayor, Trinidad de los Españoles, Santiago de los
Españoles, vía Toledo, vía Catalana, calle de Cervantes, Barrio
Español... Este último, que todavía se llama así, Quartieri Spagnoli, es un conjunto de calles que durante el virreinato albergó las posadas
y casas particulares donde vivían los tres mil soldados de la
guarnición. Recorrer despacio sus calles adornadas con hornacinas de
vírgenes y santos supone moverse aún por aquellos viejos siglos. Y si a
uno lo acompañan las lecturas idóneas, el itinerario se convierte en
deliciosa incursión por el pasado y la memoria. Eso incluye también
guiños personales, pues me es imposible pasar por la esquina de la
calle San Matteo con el vico della Tofa sin recordar que allí imaginé
la posada de Ana de Osorio, donde el capitán Alatriste e Íñigo Balboa
se alojaron en 1627, cuando servían en el tercio de Nápoles. Y sin las
relaciones de los veteranos soldados españoles -ahora me refiero a las
auténticas-, la vía del Cerriglio, situada en otro lugar de la ciudad,
no sería hoy más que una calle fea y desangelada; pero allí estuvo la
famosa hostería del Chorrillo, frecuentada por la más ruda soldadesca
del virreinato: pícaros, buscavidas, valentones y otras joyas de la
chanfaina hispana. Visitarla con el eco de Alonso de Contreras, Miguel
de Castro, Jerónimo de Pasamonte o Diego Duque de Estrada en la
memoria, subir esquivando inmundicias por la estrecha -y muy sucia-
calle de los escalones de la Piazzeta, permite detenerse, cerrar los
ojos, escuchar y advertir cuanto late todavía en sus viejos rincones;
vislumbrar las sombras entrañables que se mueven alrededor, hablándote
al oído de lo que Nápoles fue, de lo que tú mismo fuiste, y de lo que
somos. Entonces compadeces a quienes son incapaces de amueblar el mundo
con libros.