Uso de cookies. Utilizamos cookies para mejorar tu experiencia. Si continúas navegando, aceptas su uso. Nota legal sobre cookies.

Cerrar


Prensa > Patente de corso

Patente de corso

Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.

Insultando, que es gerundio (I)

ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 13/5/2007

Cada vez nos ponen más difícil insultar a la gente. Dirán algunos que no hace falta insultar a nadie, y que cuanto más difícil lo pongan, mejor. Pero dudo que tan edificante argumento sea del todo riguroso. Tal y como anda el mundo, verse insultado -cosa que, por otra parte, a muchos les importa un pimiento- es el único precio que muchos hijos de la gran puta y no pocos tontos del haba acaban pagando a cambio de la impunidad por los estragos que causan. Escueto peaje, a fin de cuentas. Además, para los que somos mediterráneos, o de donde seamos, y se nos calienta con facilidad la boca o la tecla -al arriba firmante más la tecla que la boca, pero cada cual es muy dueño-, ésa es una manera como otra cualquiera de situarse ante las cosas. Háganse cargo: el insulto como punto de vista o como desahogo final, a falta de otras posibles contundencias. Ultima ratio rerum, etcétera. Ante ciertos ejemplares de la especie humana, a muchos el insulto nos fluye solo, espontáneo, natural como la vida misma. Aunque, en lo que a mí se refiere, y en términos generales, lo cierto es que sólo insulto por escrito. En la vida real, fuera de este gruñón personaje semanal cuyo talante, vocabulario y patente de corso me veo obligado a sostener desde hace casi catorce años -faltaría más, amariconarse a estas alturas-, soy un fulano más bien cortés. Gano mucho con el trato, dice mi editora.

Pero les decía que cada vez se hace más cuesta arriba insultar, y es cierto. Lo socialmente correcto exige encaje de bolillos para manejar el buen, sonoro, rotundo, inapelable, higiénico insulto de toda la vida. Uno ve en la tele a cualquier político español, por ejemplo, sin distinción de careto o ideología; y cuando salta como un tigre sobre el ordenador, dispuesto a expresar con el epíteto oportuno los sentimientos que le inspira, se encuentra hojeando desesperadamente el diccionario de la RAE en busca de algo que no hiera sensibilidades ajenas o produzca, ay, daños colaterales. Cosa cada vez más difícil. Y claro. Eso quita frescura al insulto que nos rozaba los labios, o la tecla. Anula toda espontaneidad y hasta le disipa a uno las ganas de insultar. Y la ilusión.

Calificar a tal o cual individuo de retrasado mental, por ejemplo, ya se ha hecho imposible. Si escribo por ejemplo -quedándome corto- que el presidente Bush de los Estados Unidos de América del Norte es un tarado, lloverán cartas de asociaciones respetables argumentando, con razón, que uso despectivamente una palabra que incluye casos dolorosos y conmovedoras tragedias humanas. Lo mismo ocurre si utilizo subnormal, anormal o A. Normal, como en El jovencito Frankenstein. El problema para quienes necesitamos contar cosas o expresar puntos de vista por escrito, es que las palabras y cuanto implican están hechas exactamente para eso; para aplicarlas a la realidad o a la ficción, describiéndolas del modo más eficaz posible. Y se hace muy difícil expresar de otro modo la estupidez, la tontería o la imbecilidad de un individuo al que pretendemos definir como tal. Dirán algunos que bastaría entonces, calificarlo de tonto, de idiota o de imbécil. Pero es que esas palabras significan exactamente lo mismo. Soplagaitas, por ejemplo, ya me lo han hecho polvo. Un insulto tradicional, clásico. De toda la vida. Un eufemismo, convendrán conmigo, muy aceptable para aplicar a quienes consideramos cualificados en el arte, no siempre fácil, de soplar otros órganos o instrumentos especializados. Lo usé hace tres o cuatro semanas, no recuerdo para qué, y acabo de recibir una carta -se lo juro a ustedes por mis muertos más frescos- de un gaitero asturiano o gallego, de eso no estoy seguro, afeándome la cosa. Una falta de respeto, argumenta. Ofensa para todos los gaiteros y demás. Ya ven. Nada comparable, eso sí, con otra carta recibida hace un par de años, de la que di cuenta en esta misma página, cuando unos vidrieros artesanos me reprocharon el uso de la expresión sopladores de vidrio como variante en lo de soplar. Aún me queda en la reserva, es cierto, soplacirios; o lo que es más bonito y más rotundo,sopladores de cirio pascual; pero mucho me temo que, en cuanto use un par de veces tan bella perífrasis, alguna asociación de sacristanes sin fronteras o congregación pía pondrá el grito en el cielo. Siempre me quedará París, es cierto: recurrir, sin ambages, al rotundo y algo explícito soplapollas. Pero tampoco estoy muy seguro de que eso no extienda el círculo de damnificados. O damnificadas.