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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 01/4/2007
Salió el otro día en la tele: un aprisco de ovejas tras la
incursión nocturna de una jauría de perros asilvestrados. Impresionaba
el desconcierto desolado de los pastores junto a los pobres animales
muertos o moribundos, acurrucados con el cuello deshecho, la carne viva
y ensangrentada, aún palpitante, al descubierto. Como si en vez de
perros se hubiera colado en el corral, por la noche, un grupo de
carniceros serbios. Llegaron en la oscuridad, contaba uno de los
pastores, excavando con astucia bajo la valla metálica, y se lanzaron a
la matanza con evidentes ganas de hacer daño. Por las huellas eran
siete u ocho, y dos de ellos fueron acorralados y capturados por la
Guardia Civil en el monte cercano, todavía con sangre en el hocico. La
cámara los mostraba atados y encerrados en un patio. Uno era grande,
amastinado, de mandíbulas poderosas, y alzaba la cabeza con firmeza y
desafío, como diciendo «lo haría otra vez en cuanto me soltarais». El
otro era un tiñalpilla menudo, paticorto, de ojos grandes y oscuros,
que miraba a la cámara con el aire arrepentido y lastimero de un Lute
de cuatro patas; al estilo de esos delincuentes que, al pillarlos con
las manos en la masa, dicen que roban o matan porque tienen hambre y la
sociedad los hizo como son. El destino de ambos reclusos estaba claro:
pruebas veterinarias y sacrificio. No pude evitar asociarlos con una
pareja de presidiarios convictos en el corredor de la muerte, el duro
que mantiene el tipo, y el tímido y asustado que, hasta el final,
intenta convencernos de que es inocente. Supongo que a la hora de
teclear estas líneas ya estarán muertos.
Me quedó algo de esos perros, sin embargo. Una sensación extraña, incómoda, que me lleva a hablar hoy de ellos. En primer lugar,
porque la muerte de ciertos seres humanos me tiene a veces sin cuidado;
pero la de un perro no me deja nunca indiferente. Siempre sostuve que
esos animales son mejores que las personas, y que cuando uno de
nosotros desaparece del mapa, el mundo no pierde gran cosa; a veces,
incluso, se libera de un verdugo o de un imbécil. Pero cada vez que
muere un buen perro, todo se vuelve más desleal y sombrío. Lo de buenos
o malos perros también es relativo. La mayor parte de las veces, lo que
separa a uno heroico y bondadoso de otro majara, o asesino, no es más
que la confusa y compleja línea que separa a un amo normal de un hijo
de la gran puta. Porque los perros son, casi siempre, como los humanos
los hacemos.
En eso pienso ahora, con el mastín tipo duro y el
chusquelillo de ojos melancólicos nítidos en el recuerdo. No es la
primera vez que perros asilvestrados salen en los periódicos o en el
telediario. Y siempre me quedo pensando mucho rato en esas jaurías
espontáneas, formadas por chuchos supervivientes de las cunetas y las
autopistas, que tras verse abandonados por sus amos sobreviven al
calor, a la sed, al hambre, a la soledad; y lamiendo sus llagas
terminan juntándose, para su fortuna, con otros hermanos de exilio, con
otros proscritos que, igual que ellos, pasaron de ser cachorrillos
mimados un día de Reyes a presencia molesta en casa de amos
irresponsables, para terminar siendo abandonados a su suerte en un
mundo difícil para el que nadie los había preparado. Un territorio
hostil que ni conocían ni imaginaban.
Por eso, para calmar la tristeza que me produce ese
pensamiento y no conmoverme demasiado, prefiero creer que esos perros
que, precisos y letales, atacaron el aprisco con objeto de comer un
poco y matar mucho, poseen inteligencia suficiente para saber lo que
hacían. No quiero pensar en accidente, o azar. Prefiero imaginarlo todo
como venganza de un grupo salvaje, de una jauría asesina formada por
los que en otro tiempo fueron tiernos cachorros, y ahora, maltratados,
abandonados, proscritos por dueños que les dieron un cruel amago de
felicidad antes de sumirlos en el estupor y la soledad, atacan y matan
sin piedad, por ansia de revancha, por simple sed de sangre, aunque el
precio sea acabar luego como los dos colegas del telediario, el mastín
y el paticorto, en manos de la Guardia Civil. Que tampoco es mal final,
por cierto, después de haber visto arder naves más allá de Orión y todo
eso, corriendo libres por los campos, cazando, matando y lo que se
tercie -supongo que también habrá perras guapas en esas jaurías-.
Ajustando cuentas, en fin, como una partida de bandoleros sin ley ni
amo, devueltos a la barbarie, echados al monte por la injusticia y la
estúpida maldad de los hombres.