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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 11/3/2007
Voy a ganarme a pulso una bronca ecológica, incluida mi
guerrera del arco iris particular; pero uno está curtido en broncas,
adversidades y otros etcéteras, así que asumo las consecuencias sin
complejos. Y es ello que acabo de enterarme de que, en la Comunidad de
Madrid -supongo que como en otras comunidades, más o menos-, cuatro de
cada diez ciudadanos sacan la basura sin separar los materiales
orgánicos de los reciclables. O sea: que para buena parte de los
madrileños, y supongo, tirando por elevación, de los españoles en
general, la variedad de colores que adorna los cubos de basura
-envases, papel, materia orgánica y todo eso- no sirve más que para
darle variedad cromática al asunto. 62.532 fotografías de contenedores
frente a 13.000 edificios capitalinos, en una inspección que ha costado
la respetable cifra de 390.000 mortadelos, permiten llegar a la
conclusión de que así están las cosas. Y de que los ciudadanos somos
unos desaprensivos que nos pasamos por la bisectriz la ecología y las
ordenanzas municipales y de la CEE.
Esto último es muy probable. Sin necesidad de inspecciones y conociendo el percal, esa cifra de que sólo no reciclan cuatro de
cada diez pavos y pavas me parece demasiado optimista. Y sorprendente,
habida cuenta de dónde estamos, y con quién nos las tenemos, en este
bebedero de patos donde todo cristo, desde los ministerios de Sanidad o
Fomento hasta la concejalía de ruidos y basuras de San Crescencio del
Rebollo, con tal de salir en el telediario, vomitan leyes, normativas,
disposiciones y ordenanzas hasta aburrir a las ovejas, sin poner luego,
por supuesto, los medios adecuados ni hacer el menor esfuerzo para
aplicarlas, o para asegurarse de que se aplican sin picaresca ni
golferías. Como dice un compadre mío que es medio franchute y medio
alemán: «En Espania tenéis más leies que en toda Eugopa gunta, pego
nadie las cumple». Así que permitan que les cuente un caso particular,
casi íntimo, después de hacer una confesión melodramática y casi
chulesca: yo no reciclo. O, para ser más exactos, llevo algún tiempo
sin hacerlo. Y voy a contarles por qué.
Desde hace la tira, en mi casa hay cuatrocientos ochenta y seis cubos de basura con colores distintos, en los que
siempre se hizo una minuciosa selección de materiales: envases,
plásticos, papel, etc., incluso antes de que el ayuntamiento
responsable dispusiera en las proximidades el equivalente en
contenedores apropiados. De papel, sobre todo, entre correspondencia,
folios y borradores descartados, envoltorios de paquetes de libros,
revistas, periódicos, folletos y cosas así, se despachaban cada día
muchos kilos debidamente apartados, limpios y listos para reciclar. Y
todo ocurrió así, con exactitud prusiana y ejemplar ciudadanía, hasta
que hace poco llegó a mi conocimiento que un par de miserables traperos
que se dicen libreros o intermediarios tienen puesto a la venta parte
de todo eso que, en mi virginal inocencia, envié al reciclaje: páginas
de textos con correcciones manuscritas, correspondencia privada y hasta
invitaciones a tal o cual acto presidencial, real, ministerial, social
o literario; de los que, por cierto, debe de haber tarjetones a
cientos, pues nunca voy a ninguno. Al principio, cuando logré cerrar la
boca abierta por el asombro y después de estar un rato mirándome en el
espejo la cara de gilipollas, pensé echarles encima a los responsables
todo el peso de la dura lex, sed lex, ya saben. El juez Garzón y todo
eso. Pero luego consideré que en España no merece la pena, de momento,
legar pleitos a tus nietos. Así que, hechas mis averiguaciones para
reconstruir el proceso, y como a fin de cuentas todo aquel papelorio no
era sino basura sin importancia, decidí tomarlo con calma y a la
expectativa, cual francotirador paciente detrás de la escopeta, en
espera de que se presente la ocasión personal de toparme a una de esas
ratas de cloaca e incrustarle los borradores de mis obras completas,
previamente bien enrollados y a hostias, en el esófago. En cuanto al
ayuntamiento de donde vivo y a la empresa contratada responsable, que
defraudando mi buena fe -imagino que no sólo hurgarán en mis papeles,
sino también en los de otros vecinos-, son incapaces de garantizar el
buen uso de mis desechos domésticos, y con su complicidad pasiva -o
activa, cualquiera sabe- permiten que mi vida privada sea puesta en
pública almoneda, lo que hago ahora es meter toda la basura bien
mezcladita, papeles, fideos, aceite de latas de sardinas, tomates
pochos y demás, con las siglas QLRVPM pintadas en las bolsas con
rotulador: Que Lo Recicle Vuestra Puta Madre.