Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 04/3/2007
Hoy toca episodio histórico. Es bueno mirar atrás de vez
en cuando, en esta España con poca vergüenza y peor memoria, y
comprobar que aquí han sucedido muchas cosas interesantes: sucesos que
gente normal, segura de sí, convertiría en series de televisión, en
películas, en referencia indispensable y signo de identidad para
escolares y público en general, en vez de ocultarlas por desidia e
ignorancia, por no encajar en lo social y políticamente correcto, o por
desmentir el negocio de recalificación nacional de todo a cien que han
montado a nuestra costa, atentos sólo a su pesebre, unos cuantos hijos
de la gran puta.
Estoy releyendo con inmenso placer, después de muchos años, una biografía de Hernán Pérez del Pulgar, el guerrero sin tacha. Y al
llegar al capítulo de su legendaria incursión nocturna del 17 de
diciembre de 1490, en Granada, no he podido evitar que el niño
asombrado que hace casi medio siglo escuchaba referir esa hazaña se
estremeciera en mi interior, como cuando oía recitar a mi padre unos
viejos versos de los que nunca supe el autor, pues los aprendí de
memoria: «Amparados en la noche / quince jinetes cabalgan / y Hernán
Pérez del Pulgar / es el que primero avanza». Menuda historia, y menudo
elemento. Curtido en la dura campaña de Granada, última de la
Reconquista, caballero apuesto, famoso en la corte de los Reyes
Católicos, Hernán Pérez del Pulgar tenía treinta y nueve años y una
impecable reputación, consecuente con el lema de su escudo familiar:
«Tal debe el hombre ser, como quiere parecer».
En aquel tiempo difícil, cuando el diálogo de civilizaciones se hacía al filo de una espada, Pérez del Pulgar era bravo entre los
bravos, hasta el punto de que se decía que sus escuderos, gente rústica
y fiel hasta la muerte, llevaban «la cabeza sujeta sólo con alfileres».
Quince de ellos lo probaron acompañándolo en la más audaz y
espectacular incursión bélica -hoy diríamos acción de comandos- que
registra la historia de España.
Observemos la escena: cerco de Granada, noche sin luna. Unas sombras silenciosas moviéndose bajo la muralla. Tras planificarlo
hasta el último detalle, Pérez del Pulgar y sus escuderos, equipados
con ropas negras y armas ligeras, se acercan a la ciudad. Y mientras
nueve se quedan guardando los caballos y cubriendo la retirada, su jefe
y otros seis se cuelan por el cauce del Darro, acero en mano y el agua
por la cintura. Después, guiados por uno de ellos -Pedro Pulgar, moro
converso-, callejean a oscuras hasta la mezquita mayor, hoy catedral de
Granada. Y allí, en la puerta y con su propia daga, Pérez del Pulgar
clava un cartel donde, junto a las palabras «Ave María», dice tomar
posesión de ese lugar para la religión católica, en nombre de sus
reyes, y por sus cojones. Tras semejante chulería, los incursores
encienden un hacha de cera; y, clavándola en el suelo a fin de que
ilumine bien el cartel, rezan de rodillas antes de buscar la Alcaicería
para incendiarla. Pero Tristán de Montemayor, el encargado de la cuerda
alquitranada para el fuego, la ha olvidado en la mezquita.
Cabreadísimo, Pérez del Pulgar lamenta que le haya «turbado el mayor
hecho que se hubiera oído», y sacude a Montemayor una cuchillada en la
cabeza, mortal si no se interponen los compañeros. Uno de ellos, Diego
de Baena, se ofrece a regresar en busca de la mecha, y Pérez del Pulgar
le promete, si salen vivos de allí, una yunta de dos bueyes por echarle
esos huevos. Pero la suerte se acaba: de vuelta con la lumbre, Baena se
da de boca con un centinela moro, al que endiña unas puñaladas antes de
poner pies en polvorosa. Entonces se lía el pifostio: gritos del
centinela, luces en las ventanas, alarma, alarma. Etcétera. Con toda
Granada despierta, el grupo corre a oscuras hacia la muralla. Junto al
río, uno de ellos, Jerónimo de Aguilera, cae atrapado en un foso. El
compromiso es «no dejar atrás prenda viva», y todos son profesionales:
Aguilera pide a sus compañeros que lo maten, pues no quiere caer en
manos de los moros. Pérez del Pulgar le tira una lanzada, pero yerra el
blanco en la oscuridad. Al fin, como en las películas, con los enemigos
encima, logran liberarlo y salir todos por el río, subir a los caballos
y largarse al galope, mientras en la ciudad se monta un carajal del
demonio y al rey Boabdil, despierto con el escándalo, le dan la noche.
Interesante historia, ¿verdad? Reveladora sobre unos hombres y una época. Y ahora imaginen con qué adjetivos figurarían Pérez del
Pulgar y sus quince colegas -si alguien los recordase- en un texto
escolar de 2007.