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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 18/2/2007
Es una lástima que a los niños de ahora no les demos a leer con
más frecuencia aquellos viejos y extraordinarios cuentos clásicos de
Andersen, Perrault o los hermanos Grimm, en vez de tanta imbecilidad
cibertelevisiva o de esos relatos políticamente correctos, insultos
descarados a la inteligencia infantil, del tipo el pirata Chapapata y
la gallina Cucufata, Wolfi el lobo bueno y generoso, la habichuela
Noelia y cosas así, con los que algunos profesores y padres se tragan
el camelo de que los niños leen y lo que leen les aprovecha.
Frente a tanta chorrada vacía de contenido, historias de toda la vida, hermosas y duras al mismo tiempo como pueden serlo El patito feo o La niña de las cerillas, y sobre todo El soldadito de plomo con su trágico relato de amor, envidia, heroísmo, dignidad y muerte -el
cuento que a algunos más nos hizo llorar de niños-, son extraordinarias
introducciones para que las criaturas se vayan familiarizando con la
vida y sus circunstancias. Para que se vacunen, vaya. O empiecen a
hacerlo. Y me refiero a la vida de verdad: la vida real.
Uno de esos cuentos, por ejemplo, El traje nuevo del emperador,
es una extraordinaria lección para interpretar el presente y prevenir
el futuro; una herramienta de lo más eficaz para que nuestras
criaturas, por lo menos las más espabiladas, adviertan lo que tenemos,
y se preparen ante lo que les viene encima; que en vista del panorama
va a ser de agárrate que vienen curvas. En realidad, el cuento del
genial Andersen es para niños sólo en apariencia, pues contiene la
mejor parábola sobre lo políticamente correcto que he leído nunca: el
mejor y más afinado diagnóstico sobre la estupidez, la mentira y la
infamia gregaria del mundo cobarde en que vivimos. La ilustre veteranía
del relato prueba que la cosa no es de ahora; lo que ocurre es que,
nunca como hoy, tantos millones de imbéciles estuvimos de acuerdo en
mostrarnos de acuerdo en aquello en lo que ni siquiera creemos, o
vemos. Ése es el aire de nuestro tiempo. Por no hablar de la España de
cada día. De cada telediario.
Supongo que recuerdan el asunto. Dos pícaros redomados convencen al emperador de que pueden tejerle un traje con una tela
maravillosa, que sólo verán los inteligentes, pero que para los tontos
será absolutamente invisible. Durante la confección, los ministros y
personalidades que asisten al evento no ven la tela, por supuesto, pues
tal tela no existe; pero para que nadie los tome por tontos fingen
admirarla como algo exquisito y de confección soberbia. El propio
emperador, que tampoco es capaz de ver tela ninguna ni por el forro
-«¿Seré idiota, o es que no sirvo para emperador?», se pregunta-,
permite que le hagan pruebas con toda candidez; y mientras los dos
estafadores hacen el paripé de probarle esto y coserle aquello, el muy
hipócrita admira ante el espejo las supuestas vestiduras, alabándolas
con entusiasmo, y recompensa generosamente a los sastres chungos. Por
fin, el día del estreno del traje nuevo, el emperata sale a la calle en
solemne procesión, llevándole la cola los cortesanos y pelotilleros de
plantilla; y todos los súbditos, faltaría más, por aquello de qué dirán
y el no vayan a creer que yo, etcétera, se deshacen en elogios y
alabanzas del traje, poniéndolo de sublime para arriba, sin que nadie
se atreva a reconocer que no ve un carajo. Hasta que, por fin, un niño
inocente -en ese tiempo aún quedaban algunos- se parte de risa y grita
que el emperador va desnudo. Entonces todo cristo cae en la cuenta de
la superchería, y los mismos que alababan con descaro el traje se
lanzan a la rechifla general: juas, juas, juas. Cosa que por otra parte
es muy propia de la infame condición humana, siempre dispuesta a
arrastrarte por la calle, como al Chipé, con el mismo entusiasmo con el
que diez minutos antes te jaleaba y sacaba a hombros por la puerta
grande. Pero lo más ilustrativo del cuento viene luego: cuando el
emperador, que cae en la cuenta, al fin, de que ha estado haciendo el
panoli, y que su estupidez de juzgado de guardia no se manifiesta en no
ver el traje, sino precisamente en pretender verlo, decide que ya no
puede volverse atrás, así que piensa: «Pase lo que pase, hay que
aguantar hasta el fin». E, impertérrito, sigue su camino con paso
majestuoso, aún más altivo que antes, tieso como un don Tancredo y
desnudo como la madre que lo parió. O más. Y mientras, a su espalda,
los ministros, chambelanes y cortesanos, fieles a su puerco oficio,
siguen detrás, obedientes, sosteniéndole con todo respeto una cola que
no existe.