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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 11/2/2007
Soy de los que no encuentran raro el comportamiento disparatado de un niño pequeño. Creo que los ademanes y muecas, las
carreras sin objeto aparente, los ruidos y movimientos, volteretas,
extrañas miradas y actitudes de esos infatigables locos cariocos no son
casuales, sino que responden a impulsos concretos y a razonamientos
impecables. Cada vez que asisto a la conversación de un mocoso me
asombran la firmeza de sus convicciones, la honradez intelectual y la
lógica in-sobornable que articula su mundo. Un mundo coherente que
tiene sus reglas propias. Los incoherentes, los dispersos, los
confusos, somos nosotros: los adultos embrollados en turbias
inconsecuencias; y que, por haberlos olvidado, desconocemos los códigos
tan rectos, tan intachables, que rigen el universo de nuestros
cachorros.
Hoy pienso de nuevo en eso, pues camino por la acera observando a un niño que va delante, agarrado a la mano de su madre.
Tendrá unos tres años y aún camina con esos andares torpes, en
apariencia aleatorios y ensimismados de los críos pequeños: sigue un
ritmo de pasos propio y de cadencia indescifrable, pisa esta baldosa,
evita aquélla, se aparta tirando de la mano de la madre o hace un
quiebro y se coloca detrás. También emite sonidos ininteligibles
hinchando los mofletes. Parece, en fin, como todos los malditos enanos,
majareta total: unas maracas de Machín dentro de un anorak con los
Lunnis estampados. Para rematar la pinta de jenares, camina con un
sable de plástico metido entre la cremallera del anorak. El sable lo
lleva con absoluta naturalidad, sin darle importancia, como sólo un
niño pequeño o un espadachín profesional pueden llevarlo. Nada
incongruente en su aspecto: un crío con sable, de los de toda la vida,
antes de que los soplapollas y las soplapollos políticamente correctos
nos convencieran de que la igualdad de sexos y el pacifismo se logran
haciendo que futuros albañiles, sargentos de la Legión o percebeiros
gallegos jueguen a cocinillas con la Nancy Barriguitas.
El caso es que durante un trecho veo caminar al niño con la cabeza baja, mirándose muy atento los pies. Y de pronto, en una
especie de arrebato homicida, extrae el sable del anorak y,
esgrimiéndolo con denuedo, empieza a asestar mandobles terribles al
aire, con tal entusiasmo que al cabo tropieza, trabándose con el arma,
sostenido por tirones impacientes de la madre. Inasequible al
desaliento, en cuanto recobra el equilibrio vuelve a sacudir sablazos a
diestro y siniestro, dirigidos a cuanto transeúnte se pone a tiro. La
madre lo reconviene, zarandeándolo un poco, y ahora el tiñalpilla
camina un trecho cabizbajo, el aire enfurruñado, arrastrando la punta
del sable por la acera. Pero un cartero se acerca de frente,
arrastrando su carrito amarillo, y la tentación es irresistible. Así
que el enano mortífero alza de nuevo el sable, hace una parada como si
se pusiera en guardia, y le tira un viaje al cartero, que da un
respingo. El segundo mandoble intenta atizárselo a un chico joven de
mochila que viene detrás, pero el otro, con una sonrisa divertida, se
aparta de improviso, el sablazo se pierde en el vacío, y el niño,
todavía agarrado por la otra mano a su madre, gira en redondo sobre sí
mismo y cae medio sentado al suelo. Bronca y confiscación del arma
letal. Ahora madre e hijo reanudan camino, mientras éste, lloroso,
cautivo y desarmado, mira a los transeúntes con evidente rencor social.
-Quizá su hijo tenga razón -le digo a la señora al ponerme a su altura.
Me mira sorprendida. Suspicaz. Así que sonrío, señalo al enano, que me
estudia desde abajo como diciéndose «no sé quién será éste, pero cuando
recupere el sable se va a enterar», y añado:
-A lo mejor sólo intenta defenderla.
La madre me observa un instante, aún confusa. Al fin, sonríe a su vez.
-Puede ser -responde.
-Tal como se presenta el futuro, yo le devolvería el sable.
Saludo con una inclinación de cabeza y sigo camino, adelantándome. Al rato, cuando hago alto en un semáforo, me alcanzan de
nuevo. Los miro de soslayo y compruebo que el diminuto duelista lleva
otra vez el sable de plástico metido en el anorak. Entonces el semáforo
se pone en verde y cruzo la calle, riendo entre dientes. A fin de
cuentas, concluyo, un sable puede ser tan educativo como un libro.
Según quién te lo ponga en las manos.