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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 28/1/2007
é, sin que saberlo tenga mérito alguno, cómo acabará la polémica
sobre el uso islámico de la catedral de Córdoba. Estando como estamos
en España, y por muchas pegas que se pongan al asunto, todo será, tarde
o temprano, como suele. Aquí es cosa de tener paciencia y dar la murga.
Por eso apuesto una primera edición de El Guerrero del Antifaz a que,
en día no lejano, veremos a musulmanes orando en la antigua mezquita
árabe. Tan seguro como que me quedé sin abuela. Estamos aquí, señoras y
caballeros. En la España pluricultural y polimorfa marca ACME. Donde
todo disparate y estupidez tienen su asiento.
A ver si me explico. Si yo fuera musulmán -cosa imposible, porque me gustan el vino, los escotes de señora, el jamón de pata negra
y blasfemar cuando me cabreo- pediría eso y más. Como acaba de hacer,
por ejemplo, la federación de asociaciones islámicas, exigiendo que la
Iglesia católica devuelva el patrimonio musulmán; o los descendientes
de moriscos -échenle huevos y háganme un censo-, obtener la
nacionalidad española. En un mahometano que se tome a sí mismo en
serio, o le convenga parecer que se toma, todo eso sería normal, pues
los deseos son libres. El problema no está en los que piden, que están
en su derecho, sino en los que dan. O en la manera de dar. O en la
manera cobarde, acomplejada, en la que cualquiera que tenga algo
público que sostener en España se muestra siempre dispuesto a dar, o a
regalar, con tal de que no le pongan la temida etiqueta maléfica:
reaccionario, conservador o antiguo. En un país tan gilipollas que
hasta los niños de las escuelas tendrán una asignatura que los adiestre
para el talante y la negociación, donde en boca del presidente del
Gobierno un terrorista asesino que desea salir del talego es un hombre
de paz, donde hasta un tertuliano de radio puede decir, sin que nadie
entre sus colegas lo llame imbécil, que a los españoles les sobra
testosterona y ya va siendo hora de reivindicar la cobardía, lo absurdo
sería no ponerse a la cola y pedir por esa boca pecadora. Faltaría más.
La mezquita de Córdoba, o el acueducto de Segovia por parte del alcalde
de Roma. Y si cuela, cuela.
No voy a ser tan idiota como para pretender explicar lo obvio: las iglesias tardorromanas o visigodas anteriores a las
mezquitas árabes, los ocho siglos de afirmación nacional, etcétera.
Sólo argumentarlo es dar cuartel a quienes utilizan nuestra bobería
como arma. Lo que quiero destacar es el hecho invariable del método. En
España, basta que alguien plantee una estupidez de grueso calibre, sea
la que sea, para que, en vez de soltar una carcajada y pasar a otra
cosa, siempre haya gente que entre al trapo, debatiéndola con mucha
seriedad constructiva, con el concurso natural de los malintencionados
y de los tontos. En eso vamos a peor. Hasta hace poco sólo soportábamos
a los paletos de campanario de pueblo empeñados en reducir el mundo al
tamaño del rabito de su boina. Pero en vista del éxito, todo cristo
acude ahora a mojar en la salsa. A qué pasar hambre, si es de noche y
hay higueras.
Por eso digo que acabarán orando en Córdoba. Tienen
fe, poseen el rencor histórico y social adecuado, y han tomado el pulso
a nuestra estupidez y nuestra cobardía. Tampoco merece conservar
catedrales quien no sabe defenderlas: no por motivos religiosos -dudoso
argumento de tanto notable chupacirios-, sino porque esas catedrales
construidas sobre mezquitas o sinagogas, que a su vez lo fueron sobre
iglesias visigodas asentadas sobre templos romanos o lugares sagrados
celtas, son libros de piedra, memoria viva de lo que algunos todavía
llamamos cultura occidental. Un Occidente mestizo, por supuesto, como
siempre lo fue; pero con cada uno en su sitio y las cosas claras. Como
ya escribí alguna vez, hicieron falta nueve mil años de memoria
documentada desde Homero, dos siglos transcurridos desde la Revolución
francesa llenos de sufrimiento y barricadas, y unos cuantos obispos
llevados a la guillotina o al paredón, para que una mujer goce hoy en
Europa de los mismos derechos y obligaciones que cualquier hombre. O
para que yo mismo tenga derecho -lo ejerza o no- a escribir «me cago en
Dios» sin que me metan en la cárcel, me persigan o me asesinen por
blasfemo. Quien olvida eso y se la deja endiñar en nombre del qué dirán
y el buen rollito, merece que le recen en Córdoba o lo pongan mirando a
La Meca. Y que cuando su legítima pase con falda corta frente a la
mezquita-catedral, símbolo de la multicultura, del todos somos iguales
y del diálogo de civilizaciones, otra vez la llamen puta.