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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 19/11/2006
Visito con frecuencia el Escorial. Desde hace veinticuatro años vivo cerca, y es un paseo agradable, sobre todo en
las mañanas soleadas de invierno, cuando el monasterio se recorta
impasible bajo el cielo limpio de la sierra, sin que la especulación,
la estupidez urbanística o la bellaquería nacional hayan podido,
todavía, destruir los cuatro siglos de memoria que encierran sus muros
venerables de granito gris. Después de tanto tiempo paseando por sus
salas, escaleras y corredores, es normal que cualquiera acabe
familiarizándose con el edificio y su historia. Por eso, cuando vienen
amigos a casa o me encuentro con ellos en los alrededores, acostumbro a
acompañar a quienes no han visitado aún el monasterio. A unos los
impresiona la sobriedad de las tres pequeñas estancias desde las que
Felipe II dirigía el imperio más vasto y poderoso de la tierra, y a
otros la sala de batallas o la biblioteca; pero cuando todos quedan
estupefactos, y en especial los guiris, es al bajar a la cripta donde,
desde el emperador Carlos hasta ahora, reposan los restos de todos los
reyes de España.
Como siempre hay gente y visitas guiadas que van de
acá para allá, intento ir los días y horas de menos bulla, evitando a
los grupos mediante maniobras tácticas perfeccionadas a lo largo de los
años. También, a la hora inevitable de las explicaciones, procuro
hablar en voz baja, de conversación normal, para no molestar ni
incomodar a nadie. Ni se me ocurre darme aires de guía o profesor,
entre otras cosas porque nada carga más que un listillo o un pedante
dándoselas de perito en la materia. Me limito a contar a mis amigos,
con toda la sobriedad posible, que aquí dormía el rey, aquí la reina, o
que ésta es la estatua yacente de don Juan de Austria, que por no morir
en combate tiene los guanteletes quitados, etcétera. Así ocurrió el
otro día con mi compadre Óscar Lobato y Maribel, su mujer. Y estando en
eso, en la cripta, justo cuando les explicaba que a un lado están los
reyes y a otro las reinas que fueron madres de reyes, incluida la única
reina varón -Francisco de Asís de Borbón, a quien con mucho esfuerzo de
voluntad suponemos padre del rey Alfonso XII-, un vigilante jurado se
acercó a preguntarme si tenía carnet o tarjeta de guía. Le dije,
sorprendido, que no tenía nada que me acreditase como parte de tan
respetable gremio, y el hombre -algo incómodo, todo hay que decirlo- me
dijo que en tal caso no podía explicar a nadie cosas sobre el
monasterio. «Sólo los guías oficiales -añadió- pueden hablar aquí.»
Cuando, a los diez segundos de mirarlo fijamente para asimilar aquello, caí en la cuenta de lo que me estaba diciendo,
bajé la voz cuanto pude y le dije, casi al oído, que estaba
enseñándoles aquello a mis dos amigos, que ningún guarda jurado podía
inmiscuirse en mis conversaciones, y que, como hombre libre que soy,
tanto en el Escorial como fuera de él, tenía intención de seguir
hablando de lo que me saliera de los cojones. «Es que no puede usted
hacerlo», opuso el hombre, ya un poco nervioso. «Claro que puedo
-respondí-, a menos que me eche del monasterio o me pegue un tiro.» Y
así quedó la cosa. El vigilante se estuvo quieto en su sitio, yo
terminé de contar a mis amigos la historia de la cripta, y empezamos a
subir las escaleras, de camino a donde están los infantes, reinas sin
hijos y demás. Pero me había quedado el ánimo removido, a ver si me
entienden. Dicho de otra forma, tenía un cabreo de los que piden
sangre. Así que dije a mis amigos que siguieran adelante, que los
alcanzaba en un minuto, y volviendo sobre mis pasos me fui derecho al
guardia. «Llevo más de veinte años visitando esto y nunca me había
ocurrido algo así», dije. Por la cara compungida que puso, me di cuenta
en seguida de la situación. «No es cosa suya, ¿verdad?», concluí. Negó
con la cabeza. «Es que había una guía detrás de usted mirándome con
mala cara», dijo al fin. Entonces caí en la cuenta. «¿Qué pasa?
-pregunté-. ¿A los guías no les gusta que un particular les haga la
competencia?» El guarda me miraba, confuso. «Son las órdenes que
tengo», murmuró. «Pues dígale a quien le dé esas órdenes estúpidas que
son anticonstitucionales, porque la palabra es libre», le aclaré. «Y
añada además, de mi parte, que se vaya a hacer puñetas.» Al oír aquello
sonrió el hombre, al fin, y movió la cabeza. «No puedo decirles eso»,
respondió. «Tiene usted razón -le dije-. Pero yo sí que puedo.»
Y aquí me tienen ustedes hoy, con su permiso. Pudiendo.