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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 01/10/2006
Cádiz. Última hora de la tarde. Calle casi desierta, a excepción de David, hijo de mi amigo el artista
gaditano, especialista en reconstrucción de uniformes históricos,
Miguel Ángel Díaz Galeote. David, que tiene catorce años, acaba de
salir del colegio y espera sentado en la parada el autobús que lo lleve
a casa. Pasa algún coche de vez en cuando. Al rato, atento a la llegada
del transporte, ve acercarse una bicicleta desde el extremo de la
calle. Sin prestarle atención, sigue hojeando los apuntes que tiene
sobre las rodillas, porque dentro de tres días hay examen y lo lleva
crudo. Mientras tanto, despacio, la bici llega hasta él. David levanta
la vista y comprueba que se ha detenido y que, apoyado en el manillar,
lo observa un chico un par de años mayor que él. Uno de esos pishas
gaditanos de toda la vida: moreno, escurrido de carnes, pantalones de
chándal y camiseta del Cai. El recién llegado lo mira muy fijo. Tiene
el aire clásico de los zagales duros de allí. Así que David, pese a ser
un crío tranquilo, se mosquea un poco.
-Dame er dinero, quiyo -dice el de la bicicleta.
Los pocos coches que pasan no se percatan de la situación; y aunque así fuera, que se detuvieran es otra cosa.
David, que no tiene un pelo de cobarde, tampoco lo tiene de chuleta, ni
de tonto. Sabe que allí solo, frente a uno de dieciséis años, va listo.
Indefenso total. Así que lo mira a los ojos, procurando no mostrar más
preocupación que la justa.
-Sólo llevo un euro -responde-. Para el autobús.
Habla con la calma de quien dice la verdad. El otro lo mira de arriba
abajo, despectivo, apoyado en el manillar. Por un momento, David piensa
en el reloj que lleva en la muñeca, regalo de sus padres. Espero que no
le dé por quitármelo, se dice. Pero al otro sólo le interesa el
metálico.
-Vacíate los borsiyos.
Resignado a lo inevitable, David obedece. Deja los apuntes en el suelo y se levanta. Su único capital, el
solitario y patético euro, reluce en la palma de su mano. Sin dejar la
bici, el otro se apodera del botín. Luego se aleja pedaleando
tranquilamente, haciendo eses por la calzada. David suspira, coge sus
apuntes y echa a andar por la acera, en la misma dirección por la que
se aleja el precoz chorizo que acaba de arrebatarle su capital. Media
hora hasta casa, calcula. Algo menos si camina deprisa. A trechos se
sorbe un poco la nariz. No está avergonzado -es un chaval sereno y sabe
que la vida es así-, pero siente picado el orgullo. Si el otro hubiera
tenido su edad, el euro habría tenido que quitárselo a golpes, si se
atrevía. Pero las cosas son lo que son. Así que aprieta el paso,
inquieto porque llegará tarde a cenar y su madre estará preocupada.
-¿Aónde vas, quiyo?
El joven atracador, que al volverse a mirar atrás lo ha visto caminar, acaba de describir una curva con la
bicicleta y ahora pedalea a su altura, mirándolo con curiosidad. Sin
aflojar el paso, ceñudo, David responde.
-¿Dónde voy a ir? A mi casa.
-¿Andando?
-Me has quitado el euro.
El otro se queda pensando. Luego le pregunta dónde vive, y David se lo dice. En la calle tal,
número cual. Durante un trecho, el pisha sigue pedaleando a su lado, el
aire reflexivo, mirándolo de reojo. De pronto frena.
-Sube, quiyo. Que te yevo.
-¿Qué?
-Que subas, oé.
Y entonces, David, con la naturalidad de sus benditos catorce años, se instala en el único asiento de la bici
y se agarra a los hombros del choricillo, que, de pie sobre los
pedales, sin sentarse, lo lleva tranquilamente por la avenida, durante
diez o doce minutos, hasta la puerta misma de su casa.
-Gracias -dice al bajarse.
-De nada, quiyo.
Y el joven atracador se aleja muy digno, pedaleando.
Dicho en una palabra: Cádiz.