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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 17/9/2006
Después de la publicación, hace un par de meses, de un artículo sobre mi amigo el almirante González-Aller, donde
mencionaba la admiración que compartimos por don Cayetano Valdés,
marino ilustrado, veterano de Trafalgar y exiliado en Inglaterra por
sus ideas liberales, algunos lectores se han interesado por el
personaje. Así que tal vez sea buen momento para hablar del comandante
del Neptuno. Que merece un recuerdo, porque era un hombre íntegro,
sabio, valiente -virtud hoy socialmente incorrecta, pero que a algunos
todavía nos impresiona-, y sobre todo porque su figura simboliza, con
estremecedora fidelidad, con quién la honradez y la decencia se juegan
los cuartos en España desde los tiempos de Viriato. Y siempre con la
misma infame paga.
Don Cayetano empezó de guardiamarina como se
empezaba entonces, a la edad de nuestros expertos en videoconsolas:
trece años. Y entró en fuego a los quince, primero en el gran asedio de
Gibraltar y luego en el combate naval de cabo Espartel. Pero nuestros
marinos no eran entonces sólo carne de cañón, sino también hidrógrafos,
astrónomos y científicos; así que, cañonazos aparte, el joven navegó en
la expedición de Malaspina y en la exploración del estrecho de Fuca
bajo las órdenes de un compañero que luego moriría en Trafalgar:
Dionisio Alcalá Galiano. El nuevo conflicto con Inglaterra lo encontró
al mando del navío Pelayo en San Vicente, donde los ingleses se pasaron
por la piedra a la escuadra del almirante Córdova; aunque don Cayetano
salvó los muebles, pues acudió a lo más recio del cañoneo, a tiempo de
salvar al Santísima Trinidad, que ya había arriado bandera ante cuatro
navíos ingleses, entre ellos el Captain de Nelson. Aún tomó parte
Valdés en la defensa de Cádiz y en diversos episodios navales, y la
siguiente guerra con Gran Bretaña lo puso al mando del Neptuno, con el
que en la escabechina de Trafalgar acudió de nuevo -ya era una
costumbre suya- en socorro del Trinidad. Rodeado de enemigos, esta vez
no pudo llegar hasta él y repetir hazaña. El Neptuno, eso sí, peleó con
mucha decencia hasta arriar bandera con Valdés herido, 43 tripulantes
muertos y 47 heridos a bordo.
Durante la guerra de la Independencia, hombre
íntegro, negándose a lamerles las botas a los gabachos, Valdés fue
gobernador y capitán general de Cádiz durante el asedio, funciones que
desempeñó con perfectos coraje y competencia. Después, el retorno de
aquel bellaco llamado Fernando VII -el rey más vil de la historia de
España, que ya es decir- y su aplastamiento de las libertades trajeron
malos tiempos para el marino. Encarcelado en Alicante, se negó a pedir
clemencia al rey. Alguien con mi biografía, dijo más o menos, no pide
esa clase de mariconadas. Y al cabo, cuando el estallido constitucional
y la nueva invasión franchute a favor de Fernando VII -vaya siglo
apasionante y terrible, nuestro XIX-, Valdés se trasladó a Cádiz para
organizar la defensa, formando parte de la regencia. Confinado el
Borbón en Cádiz -lástima de guillotina que nunca tuvimos- Valdés,
general en jefe, se comportó con exquisita caballerosidad con la
familia real. Y era tal su prestigio que, cuando el monarca recobró el
poder, y traicionando una vez más su palabra aplastó de nuevo las
libertades, el buen don Cayetano fue apresado simbólicamente por los
franceses para evitar que el rey lo sentenciara a muerte, y ellos
mismos lo llevaron a Gibraltar, de donde pasó al exilio. Y diez años
estuvo en Londres el héroe de San Vicente y Trafalgar, entre gente
rubia, brumas y nostalgias, encontrando en sus antiguos enemigos la
admiración y el respeto que le negaban en su triste patria.
Y en fin. La historia de España, esa que nadie enseña ya en los colegios, está llena de nombres como el de Cayetano Valdés.
Nombres de todos los bandos y colores, olvidados, traicionados,
asesinados. Ésa, y no esta murga inútil, demagógica, oportunista, con
la que últimamente nos enfrentan y aburren, es nuestra verdadera y
larguísima memoria histórica. La memoria exacta de nuestra perra
estirpe, llena de pagos semejantes dados a gente así. Como aquel
superviviente de Baler, penúltimo de Filipinas, al que, ya anciano,
fueron a buscar a su casa en el año 36, pegándole un tiro aunque se
colgó, el pobre abuelo, sus viejas medallas. Tiro que no recuerdo ahora
si se lo pegaron los rojos o los nacionales. Los unos o los otros. Y la
verdad es que me importa un carajo quién se lo pegó. En realidad
siempre son, o siempre somos, los mismos.