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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 20/8/2006
Bueno, pues ya he visto la película. Después de los créditos y
todo eso, se encendieron las luces de la pequeña sala de proyección y
me quedé colgado en las últimas imágenes: el viejo y maltrecho tercio
de fiel infantería española -qué remedio, no había otro sitio a donde
ir-, dejado de la mano de su patria, de su rey y de su Dios, esperando
la última carga de la caballería francesa, en Rocroi, el 19 de mayo de
1643. Y el ruego del veterano arcabucero aragonés Sebastián Copons al
joven Íñigo Balboa: «Cuenta lo que fuimos». Veinte años de
nuestra historia a través de la vida de Diego Alatriste, soldado y
espadachín a sueldo. Veinte años de reyes infames, de ministros
corruptos y de curas fanáticos subidos a la chepa, de gentuza ruin y
hogueras inquisitoriales, de crueldad y de sangre, de España, en suma;
pero también veinte años de coraje desesperado, de retorcida dignidad
personal -singular ética de asesinos- en un mundo que se desmorona
alrededor, reflejado en la mirada triste y las palabras lúcidas del
poeta Francisco de Quevedo, interpretado por el actor Juan Echanove con
una perfección enternecedora, memorable.
No puedo aportar un juicio objetivo sobre Alatriste. Aunque durante su larga gestación y rodaje procuré mantenerme al margen
cuanto pude, estoy demasiado cerca de todo como para verla con
frialdad. Es cierto que unas cosas me gustan más y otras me gustan
menos; y que durante diez minutos críticos -al menos para mí, autor al
fin y al cabo- del primer tercio de la película me removí inquieto en
el asiento. Pero eso aparte, debo decir que los soplacirios y
cagatintas de mala fe que preveían un canto imperial de españolazos
heroicos y rancio folklore de capa y espada, se van a tragar la bilis
por azumbres. Nada más respetuoso con los textos originales. Nada más
descarnado, fascinante y terrible que el espejo que, a través de la
magistral interpretación de Viggo Mortensen -se come la pantalla, ese
hijo de puta- se nos pone ante los ojos durante las dos horas y cuarto
que dura la película. Un retrato fiel, punto por punto, como digo, al
espíritu del personaje que lo inspira: descarnado, sin paños calientes,
lleno de peripecias y estocadas, por supuesto; pero también de amargura
y lucidez extremas. Contado en un caudal de imágenes de tanta belleza
que a veces parece una sucesión de pinturas. Cuadros animados de
Velázquez o de Ribera.
Y ese final, pardiez. No se lo voy
a contar a ustedes, porque me odiarían el resto de sus vidas. Pero
aparte el comienzo espectacular, el desarrollo impecable y la
extraordinaria actuación de los intérpretes -y cómo están todos, oigan:
Unax, Elena, Ariadna, Eduard, Cámara, Blanca, Pilar, Noriega...- el
final, o mejor dicho, toda la hora final, deja al espectador
definitivamente sin aliento, atrapado por la pantalla, mientras se
desmenuza y fija en su retina y su memoria el postrer tramo de la vida
del héroe y sus últimos camaradas, desde las trincheras de Breda hasta
la llanura de Rocroi. Todo se ve y suena como un escopetazo en la cara;
como una sacudida que te deja turbado, suspenso el ánimo, clavado al
asiento, consciente de que ante tus ojos, acaba de desarrollarse, de
modo implacable, la eterna tragedia de tu estirpe. La imagen serena del
capitán Alatriste escuchando acercarse el rumor de la caballería
enemiga, el trágico recorrido de la cámara que sigue a Iñigo Balboa -«soldados antiguos delante, soldados nuevos atrás»- cuando retrocede en las filas para hacerse cargo de la vieja y rota
bandera, su expresión sombría y lúcida -sombría de puro lúcida-, y todo
esa culminación perfecta al espléndido recorrido que por las cinco
novelas alatristescas ha hecho Agustín Díaz-Yanes, constituyen el
retrato fiel, trágico, conmovedor, de la España de antaño y de siempre.
Una España infeliz, feroz, a trechos heroica, a menudo miserable, donde
es fácil reconocerse. Y reconocernos.
Quizá por eso, cuando al acabar la proyección privada se encendieron las luces, y con un nudo en la garganta miré
alrededor, vi que algunos de los actores de la película que estaban en
los asientos contiguos -no digo nombres, que lo confiese cada cual si
quiere- seguían inmóviles en sus asientos, llorando a moco tendido.
Llorando como niños por sus personajes, por la historia. Por el final
hermoso, sobrecogedor. Y también porque nadie había hecho nunca, hasta
ahora, una película así en esta desgraciada y maldita España. Como
diría el mismo capitán Alatriste, pese a Dios, y pese a quien pese.