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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 06/8/2006
Lo bueno que tiene esto de la literatura, o sea, ser lector de libros, es que uno puede celebrar los aniversarios
que le salgan de las narices, sin que el asunto dependa de los editores
ni de las fotos que le convenga hacerse cada temporada a la titulara de
Cultura correspondiente. Y más ahora, que no pasa jornada sin que se
entere uno de que está viviendo el día internacional de algo: día del
taxista, día de la conducta ecológica, día sin alcohol, día del
ciclista, día del peatón, día del capullo en flor. Faltan hojas del
calendario, como digo, para tantas nobles causas; y la gente anda por
ahí, como loca, buscando un día libre al que endiñársela. No digo que
la cosa aburra, claro. Dios me libre de decir que estoy hasta la
bisectriz de celebrar sin respiro, uno tras otro, el día internacional
de salvamento urgente ya mismo de la Amazonia, el día mundial contra la
violencia en las videoconsolas, y el día universal del orgullo del
transexual inmigrante de género. Al contrario. Me parece bien. Me
parece muy solidario; y, sobre todo, eficaz que te vas de vareta. Lo
que pretendo decirles es que, puestos a establecer días conmemorativos,
aniversarios y cosas así, los libros permiten montártelo por tu cuenta.
Y hoy me lo monto, tal cual. Así que, como este año se cumplen ciento
diez del nacimiento de Francis Scott Fitzgerald, y ésa es una cifra tan
válida como otra cualquiera, he decidido celebrarlo por mi cuenta.
No tuvo el gancho mediático de Hemingway, su amigo y
rival, que lo envidiaba y se burlaba de él, y cuyas fanfarronadas
escuchaba Fitzgerald humilde y fiel. Ni tuvo la fama o la adulación de
críticos y lectores como Faulkner o Steinbeck. Pero poseyó una mirada
extraordinaria, lucidísima, que veía mucho más allá de la música del
jazz, los felices veinte, las flappers, la costa Azul, las
borracheras, el lujo y la disipación. Ganó dinero y lo gastó en
caprichos propios y de su mujer, Zelda, bella y notoria imbécil con la
que tuvo la desgracia de casarse. «Cuando estoy sobrio -escribió- no
puedo soportar a la gente, y cuando estoy borracho, es la gente la que
no me soporta a mí.» Se bebió hasta el agua de los floreros, y tras
encarnar el éxito a la americana, encarnó el fracaso y el suicidio
alcohólico a la irlandesa. «Toda vida -así empieza La grieta,
su libro póstumo de ensayos, notas y cartas- es un proceso de
demolición.» Hay una novela que no es suya y que, paradójicamente,
debería ser leída antes de enfrentarse a su obra: El desencantado.
La escribió Budd Schulberg, que conoció a Fitzgerald en Hollywood e
inspiró en él su personaje Manley Hallyday; para quien valdría el
epitafio que Dorothy Parker dedicó al propio Fitzgerald cuando vio su
cadáver en la morgue, el día que su alcoholismo se resolvió en crisis
cardiaca: «Pobre hijo de puta».
Célebre a los veintitrés años, guapo como un
arcángel hasta su muerte a los cuarenta y tres, brillante como la
carrocería de un automóvil de lujo, elegante, inculto y superficial,
Scott Fitzgerald no creció nunca. Fue irresponsable en su juventud,
insoportable en su madurez, patético en su final, y corrió a la
catástrofe con los ojos abiertos y pisando el acelerador. Sin embargo,
fue el más profundamente poético de los escritores estadounidenses, y
el que mejor supo narrar la inmensa desolación, el vacío tras cada
símbolo de los grandes logros del sueño americano. Bajo su prosa a
veces inacabada, siempre extraordinaria, latía la desesperada lucidez
de quien nunca fue, pese a las apariencias, un hombre de mundo ni un
triunfador. Sin olvidar el rencor, por supuesto. Fitzgerald fue, y él
lo sabía perfectamente, un advenedizo de clase media fascinado por el
éxito, pero con las tripas revueltas por sonreír y adular a los ricos
que le proporcionaban cuanto él y Zelda -siempre esa maldita majara al
fondo- ambicionaban. Algunas páginas suyas, como el relato Un diamante grande como el Ritz, hierven de ese odio desesperado y violento. Y la mirada de Gatsby paseando entre sus invitados en El gran Gatsby, la de Stahr en la inacabada El último magnate, o la de Dick Diver contemplando el fracaso de su matrimonio y de su vida en Suave es la noche -mi favorita entre la obra scottfitzgeraldiana-, además de llevar al
lector a través de la más plena y absoluta literatura, lo asoman,
estremecido, al corazón sensible del hombre que, con una sonrisa
desesperada y un vaso de whisky en la mano, afrontó la certeza de su
levedad. Porque el talento inmenso de Scott Fitzgerald es que supo,
como nadie, contar el vacío de su propia vida. Novelar la nada.