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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 02/7/2006
El almirante José Ignacio González-Aller, Sisiño para los amigos, es un marino atípico porque tiene un fuerte
ramalazo -en el buen sentido de la palabra- de militar ilustrado como
los de antes: aquellos que a veces se sentaban en las academias
científicas, o de la lengua y la Historia. Quiero decir que es un
marino leído. Me recuerda a algunos antiguos colegas suyos, capaces de
hacer compatible el amor a la patria con leer libros. De vez en cuando,
y quizá por eso mismo, se pronunciaban por aquí y por allá, no para
poner a la gente a marcar el paso -ése era un registro diferente, el de
los espadones iletrados y malas bestias-, sino para hacer a sus
conciudadanos más cultos y libres, obligando a reyes infames a jurar y
respetar constituciones. Por lo general, esos mílites optimistas vieron
pagados su cultura y su patriotismo con el exilio en Francia o
Inglaterra, donde hubo espacio y tiempo para reflexionar, entre
nieblas, sobre la ingrata índole de esta madrastra, más que madre,
llamada España. De ellos hay uno que al almirante y a mí nos parece
entrañable, pues encarna como pocos la tragedia nacional: Cayetano
Valdés, comandante del navío Pelayo en la batalla de San Vicente y del Neptuno en la de Trafalgar, quien, reinando ese puerco con patillas que fue
nuestro rey don Fernando VII, conoció la prisión en España y el exilio
en Londres por mantenerse fiel a la constitución de 1812.
Pero ésa es otra historia, y de quien quiero hablarles es de mi amigo el almirante González-Aller. Le adeudo, como lector, su
magnífica recopilación de la correspondencia de Felipe II sobre la
empresa de Inglaterra, en los cinco tomos de la obra -todavía
inacabada- La batalla del Mar Océano; y, por supuesto, la reciente, monumental e indispensable Campaña de Trafalgar:
dos grandes volúmenes con todos los documentos españoles sobre el
desastre naval de 1805. Pero mi deuda afectiva es aún mayor, y data de
cuando hace nueve años lo conocí como director del Museo Naval de
Madrid, por donde yo husmeaba a la caza de cartas náuticas, tesoros
hundidos y rubias a las que contarles las pecas hasta el Finisterre. Su
delicadeza y su hombría de bien me sedujeron en el acto, y desde
entonces le guardo un aprecio especial y un respeto fraguados en largas
conversaciones, mantenidas sobre todo en torno a ese corte de la línea
por dos puntos frente al cabo Trafalgar, el 21 de octubre de 1805.
Muchas veces discutimos juntos aquel combate, en público y en privado,
reproduciendo los movimientos sobre una mesa, sobre el suelo, en una
pared o en la imaginación. Y siempre me conmovieron la profunda
ciencia, la lucidez, la objetividad y el melancólico patriotismo,
rozando la emoción, del buen almirante a la hora de recordar a los
enemigos y a los amigos: a sus compañeros de antaño, peleando con el
valor de la desesperanza, por su honor y sus conciencias.
Les estoy hablando de un abuelete -él no me perdonará el epíteto- sabio y un hombre de bien, respetado por los antiguos
enemigos, los eruditos ingleses y franceses que se honran con su
opinión y con su trato. Un hombre dedicado al estudio y la memoria, a
quien los jóvenes marinos, como cualquier aficionado a la historia
naval de este país desmemoriado, deberían acudir en peregrinaje, con
los oídos y la inteligencia atentos. Y si por suerte ganan su confianza
y consiguen llevarlo al portalón de los recuerdos personales,
descubrirán que, tras esa ternura y bonhomía, late también otro hombre
distinto -aunque tal vez se trate del mismo- que brota a ráfagas
peligrosas como relámpagos: el capitán de corbeta frío y eficaz que,
hace treinta años, en plena Marcha Verde, al mando del submarino S-34 Cosme García,
en navegación silenciosa frente a los puertos de Agadir y Casablanca,
con diez torpedos a proa y un ojo pegado al periscopio, aguardó durante
dos semanas al acecho, sumergido y emergiendo con cautela cada noche,
la ocasión de echar a pique cualquier buque de guerra enemigo que se le
pusiera a tiro. Y cuando lo hago recordar aquello -me encanta
provocarlo, pues cuenta las cosas como nadie-, veo que se enciende una
llama de excitación y de nostalgia en sus ojos, y le tiembla la voz, y
se yergue como el joven oficial que fue en otro tiempo. La última vez,
durante un pequeño homenaje que le hicimos varios amigos ante un cocido
de Lhardy, concluyó con un puñetazo sobre la mesa. «¡Éramos marinos de guerra!», exclamó. «¡Y a mucha honra!»