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Anotaciones de Arturo Pérez-Reverte. Desde abril de 2012 a marzo de 2014 fueron publicadas en novelaenconstruccion.com
Arturo Pérez-Reverte - 25/11/2012
24.11.12 - José Belmonte. Suplemento cultural Ababol. La Verdad de Murcia.
Editorial: Alfaguara. 497 páginas. Madrid, 2012. Precio: 21 euros.
El inolvidable Francis Scott Fitzgerald, autor de ‘El gran Gatsby' y
‘Suave es la noche', definió la generación a la que él pertenecía -la
denominada, no sin argumentos, ‘Lost Generation'- como aquella que, a su
llegada, había encontrado todos los dioses muertos, todas las guerras
combatidas y la fe en el hombre destruida. La mejor narrativa occidental
del siglo XXI bebe, sin duda, en esas aguas turbulentas. De ahí la
publicación de novelas que se mueven entre el sueño y el desencanto, que
reivindican, de manera categórica, una estética de la derrota.
Max Costa y Mecha Inzunza son los personajes que más hondamente llegan
al lector de esta novela. Como Lucas Corso o Teresa Mendoza en obras
precedentes. Solo que ya han pasado algunos años y Arturo Pérez-Reverte
parece más curtido, menos piadoso, más exigente. Pero no conviene dejar
en el olvido a aquellos otros personajes que, desde su condición de
secundarios, están construidos con apenas unas cuantas y certeras
pinceladas. Nos vienen a la memoria, si hacemos un rápido recorrido por
toda su narrativa, el inolvidable Agapito Cárceles, de ‘El maestro de
esgrima', Muñoz, de ‘La tabla de Flandes', el padre Ferro, de ‘La piel
del tambor', el Piloto, en ‘La carta esférica', y tantos otros. En ‘El
tango de la guardia vieja' podríamos destacar a Armando de Troeye, que
pertenece a esa clase de individuos «que se comportaban como anfitriones
incluso en mesas ajenas». De Troeye, como Astarloa con su estocada,
convierte en su Santo Grial la búsqueda del tango perfecto en su
vertiginoso descenso a los infiernos de Buenos Aires, acompañado por su
particular Virgilio y su Beatrice.
Pero prefiero a un personaje mucho más gris, que apenas aparece en la
novela y, sin embargo, llena con su sombra estas páginas: un tipo que
lleva implícita la incomprensible locura de la que se nutrió la Guerra
Civil española. Es Fito Mostaza, con su sonrisa filosófica en torno al
caño de su pipa; un tipo que sabe echar mano de alguno de los
pensamientos de Pascal, como aquel que se refiere al poder de las
moscas, que impiden que obre nuestra alma. Sagaz metáfora. Es la primera
vez, a lo largo de toda su carrera literaria, que Arturo Pérez-Reverte
habla de nuestra Guerra Civil, después de habernos mostrado, con toda su
crudeza, los desastres de otras contiendas. España, asevera uno de
estos personajes en el otoño de 1937, es «el paraíso de la envidia, la
barbarie y la vileza».
Max y Mecha son dos creaciones genuinamente revertianas. A la altura de
Corso, Alatriste, Macarena Bruner o Teresa Mendoza. El uno, con tanta
inteligencia que es capaz de disfrazar de artificio las propias
emociones. Un tipo diestro en colocar apuntes ajenos para improvisar
palabras. Un lobo solitario que, a pesar de haber perdido sus colmillos,
explota lo que sabe y lo aplica en el momento preciso. Max es un
Pijoaparte refinado y posmoderno. Y también la alargada sombra del
Rastignac zolesco y el Julián Sorel stendhaliano. Se vale de su
portentoso físico para llegar a lugares donde ningún ser humano podría
imaginar. La otra, Mecha, es una de esas mujeres que ayudan a comprender
el tiempo en que nos ha tocado vivir. Una de esas damas en apariencia
inalcanzables, «con las que se soñaba en los sollados de los barcos y en
las trincheras de los frentes de batalla». Entre ambos, entre Max y
Mecha, queda resumido el mundo. El origen y el destino del ser humano. Y
también la belleza, la ternura, la sagacidad, el glamur, el fracaso, la
ambición y la derrota.
Como el ya citado Scott Fitzgerald, Arturo Pérez-Reverte, que ha llegado
a la plenitud de su arte narrativo, se decanta, en estas páginas que
ahora nos lega, por la construcción elegante, por el diálogo chispeante,
sin dejar de lado esas frases lapidarias, sentenciosas, categóricas, a
las que nos tiene acostumbrados: «Un hombre debe saber cuándo se acerca
el momento de dejar el tabaco, el alcohol o la vida». Suenan, asimismo,
los ecos de su viejo oficio de reportero, de sus artículos semanales. Es
el Pérez-Reverte más divertido y sorprendente: «El ambiente era
artificial, deliberado, entre apache tardío y surrealista rancio». Pero,
junto a ello, destacan ciertas imágenes, tan comprimidas, tan
originales, tan repletas de vida, que se asemejan a las greguerías del
celebrado Gómez de la Serna: «La ropa tendida en los balcones colgaba
como jirones de vidas tristes». ‘El tango de la guardia vieja' es un
ejemplo de la llamada escritura transparente. Una nueva apuesta de su
autor por el lenguaje fluido, la palabra exacta y las comas en su sitio.
Se trata, en cualquier caso, de un relato de extremado riesgo, en el que
el autor ha jugado con distintos espacios y diferentes tiempos, unidos
artesanalmente, con pericia y sagacidad, a través de ciertas técnicas
cinematográficas de fundidos y encadenados, que resultan incluso
divertidos para el lector, a quien, desde las primeras páginas, exige su
colaboración para desentrañar los misterios de esta novela casi
interactiva: el significado de una película, el origen de una cita, el
título de una canción. Una obra, en fin, marca de la casa. Cien por cien
revertiana. Con sus obsesiones de siempre. Esas que lleva en su mochila
a donde quiera vaya: Troya y la vida, resumida en un tablero de
ajedrez. Y la inútil lucha contra el tiempo.