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Anotaciones de Arturo Pérez-Reverte. Desde abril de 2012 a marzo de 2014 fueron publicadas en novelaenconstruccion.com
Arturo Pérez-Reverte - 25/11/2012
El Liberal. Santiago del Estero (Argentina). Publicado el 25-11-12
En el tango también las apariencias engañan. Da la impresión de que
el hombre somete a la mujer. Pero no. Hay que mirar hondo para
percatarse de que es justo lo contrario. Max Costa, el bailarín
protagonista de El tango de la Guardia Vieja (Alfaguara), la
última novela de Arturo Pérez-Reverte (Cartagena, 1951), un rufián que
seduce en la pista para robar en la alcoba, se siente dominador cuando
ciñe el talle de las miles de damas con las que danza. Serán los años, y
un bellezón con los ojos de color miel (una de esas mujeres por las que
"durante miles de años los hombres habían guerreado, incendiado
ciudades y matado por conseguirlas", piensa Max al conocerla), los que
le cambien la perspectiva. Para darse cuenta de algunas cosas
importantes tiene que pasar tiempo. Es ley de vida.
Pérez-Reverte lo vio claro en los años 80, en Buenos Aires. Lo cuenta en
una suite del Hotel Palace, donde se ha citado con el periodista. Evoca
una escena de la que fue testigo en el Hotel Alvear. Los ojos se le
encienden al rememorarla. Hasta el punto que uno sospecha que si se
acerca y se asoma a ellos verá grabados los dos cuerpos en danzante
armonía que le empujaron a escribir. "Un bailarín profesional, guapo y
canalla, sacó a bailar una señora madura. Era alta, elegante. Tendría
más de cincuenta años pero se notaba que había sido una mujer muy bella y
que tenía casta. Él, intuitivo, permitió que ella se luciera. Y todos
los hombres del salón que estábamos por allí no podíamos apartar la
mirada. Y todas las mujeres envidiándola. Me di cuenta entonces de que
era ella la que mandaba. Es que el tango despista. En realidad es la
mujer la que teje una telaraña de insinuaciones, de geometrías, de
sentimientos". Ahí se enreda el hombre, irremisiblemente, pensando,
ingenuo, que es él el que marca el paso.
Reconoce el autor de la popular saga del capitán Alatriste (Max, en
algunos códigos a los que somete su conducta, recuerda al veterano de
Flandes, Rocroi y otras cien mil batallas), que en ese instante se le
encendió la bombilla con la que empezó a vislumbrar una novela. Aquella
estampa, tan insinuante ("el tango es sexo vestidos y en vertical"),
tenía hoja. Pero pronto se le fundió. Empezó un borrador y a las
cuarenta páginas tuvo que dejarlo. Sentía que le faltaba poso en la
mirada para ser capaz de retratar con verdad, por un lado, la compleja
historia de amor que sostienen Max y Mecha Inzunza, el buscavidas criado
en los arrabales de Buenos Aires, hijo de un inmigrante español marcado
por el signo del fracaso, y la elegante dama hija de un rico empresario
granadino.
El otro gran reto era, precisamente, adentrarse en la psique de ella.
Pérez-Reverte está empeñado en cerrar su ciclo como narrador poniendo el
foco sobre el universo femenino: "Un hombre es las mujeres que le han
acompañado, que le han mirado... Cuando intentas ordenar tu vida no puedes
hacerlo sin tenerlas a ellas muy presentes. Y yo necesito ordenar
muchos cajones de mi biografía y sé que las necesito a ellas para
conseguirlo. Sin la mujer, con mayúscula, no hay orden posible". ¿Y eso
en qué se traduce? "Pues que al menos tengo que escribir dos o tres
nuevas historias en las que la mujer sea la protagonista". Una manera de
devolver todo lo que aprendido de ellas. Que es mucho: "Una mujer
inteligente siempre es muy instructiva para el hombre. Te hace descubrir
muchísimas cosas que ignorabas". Pérez-Reverte ya empezó a esforzarse
en perfilar personajes femeninos con sustancia y matices en El maestro
de esgrima. Con La reina del sur dio todavía un paso más ambicioso en
ese terreno. Y ahora ha echado el resto, con Mecha, crecida entre los
algodones del lujo y el desahogo económico, pero que no se conforma con
lucir modelos de los diseñadores más selectos (son muchísimos los que se
citan, ya que el escritor se ha documentado al extremo sobre moda) en
restaurantes y hoteles de postín. Tiene un lado turbio y procaz que es
el que le empuja a jugársela con Max.
Todo arranca en un crucero que surca el Atlántico hacia Buenos Aires. Es
1928. Luego vendrán otros dos encuentros, en Niza (1937), y en la Costa
Amalfitana (1966). La trama se va armando con las artimañas de Max para
limpiar joyeros de ricachonas incautas, la búsqueda de unas cartas de
Ciano, el cuñado de Mussolini, custodiadas por un banquero que financió
el golpe de Franco (Juan March, aunque no se cite expresamente), en la
que concurren la KGB y los servicios secretos italianos... Pero, por
primera vez en una novela de Pérez-Reverte, en un plano más relevante
que estos entuertos y aventuras, está la relación sentimental que une a
los héroes del relato. "Así me lo ha marcado la historia".
Es amor sin almíbar, pero muy lúcido y de una intensidad capaz de
atravesar décadas, guerras, cambios de regímenes políticos y cualquier
mutación que tenga lugar sobre la faz del planeta. Un amor en el que el
sexo, y eso le otorga más veracidad a la narración revertiana, no se
esconde ni con palabras elusivas ni con elipsis. Al contrario: juega un
papel crucial, algo que le costó, confiesa el autor, algunos quebraderos
de cabeza: "El problema con el sexo en la literatura es que es como las
siete y media. Si te pasas, eres vulgar. Si te quedas corto, un
mojigato". Dificultad que añadía a otra quizá mayor: equilibrar las
pulsiones instintivas turbias (sobre todo de ella) con la estilizada
distinción del contexto y la elegancia innata de los protagonistas. "He
tenido que trabajar mucho con la estructura, con los adjetivos, con los
adverbios... Yo tengo un público transversal. Igual me lee un chaval que
un hombre mayor, que un chino o un francés... Tenía que resultar
comprensible para todos pero quedarme yo también satisfecho".
Pero, decíamos, el amor ocupa el primer plano en El tango de la Guardia
Vieja (que, por cierto, es el original, el verdaderamente lascivo y
mucho más trepidante, mezcla de bailes de esclavos, milongas,
habaneras...). Porque ninguno de los dos olvida nunca al otro. Y porque a
pesar de tantos años separados los dos saben que un hombre como él y una
mujer como ella rara vez coinciden sobre la tierra (idea que toma
Pérez-Reverte de Entre mareas, de Joseph Conrad, y que coloca al
comienzo de su novela). Mecha es consciente de que está ante un hombre
que se viste por los pies. Y Max busca, incluso cuando ya está a las
puertas de la senectud, y los años le han maltratado su porte impecable,
sólo una cosa: que esos ojos de miel que le envenenaron en la juventud
le sigan mirando con admiración. "Ese es su objetivo principal en la
vida", remacha Pérez-Reverte, que, con sus 60 años ("el domingo cumplo
61"), sabe de lo que habla.