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Anotaciones de Arturo Pérez-Reverte. Desde abril de 2012 a marzo de 2014 fueron publicadas en novelaenconstruccion.com
Arturo Pérez-Reverte - 25/11/2012
(Publicado en XL Semanal el 25-11-12)
Hay un ejercicio fascinante, a medio camino entre la literatura y la
vida, que muchos de ustedes habrán practicado alguna vez: visitar
lugares leídos antes en libros y proyectar en ellos, enriqueciéndolos
con esa memoria lectora, las historias reales o imaginarias, los
personajes auténticos o de ficción que en otro tiempo los poblaron y que
de algún modo siguen ahí, apenas disimulados a poco que uno se fije.
Para quienes gozan de ese privilegio extraordinario, esto sitúa los
lugares con bagaje histórico o literario en un contexto singular que los
hace aun más atractivos. Ciudades, hoteles, calles, paisajes, cuando te
acercas a ellos con lecturas previas en la cabeza, adquieren un grato
carácter personal; un sabor intenso. Cambia mucho las cosas, en ese
sentido, visitar Palermo habiendo leído El gatopardo, o pasear
por Buenos Aires con Borges y Bioy Casares en la recámara. Tampoco es lo
mismo bajar del autobús turístico en Hisarlik, Turquía, para hacerte
una foto mientras el guía cuenta que allí hubo una ciudad llamada Troya,
que caminar por esa llanura con viejas lecturas y traducciones en la
cabeza, comprobando cómo el paso del tiempo no secó el río Escamandro,
pero alejó la orilla del mar color de vino con sus cóncavas naves;
sentir los gritos de guerra de hombres cubiertos de bronce -"cayó, y resonaron sus armas"-, o ser consciente de que tus zapatos llevan el mismo polvo por el que Aquiles arrastró el cadáver de Héctor atado a su carro.
Si eso ocurre con los libros leídos, calculen lo que ocurre cuando
los escribe uno mismo. Cuando durante semanas, meses o años, pueblas
determinados paisajes con tu propia imaginación. A mí me ocurre con
frecuencia, pues localizo los pasajes de casi todas mis novelas en
sitios reales: viajo allí, tomo fotografías y notas, leo cuanto puedo
encontrar sobre el asunto. Pocas sensaciones conozco tan agradables como
caminar con maneras de cazador y el zurrón abierto; entrar en un bar,
un restaurante, tomar asiento en una terraza y decidir: este sitio me
sirve, lo meto en la novela. Y luego, recreándote en el placer que eso
depara, imaginar a tus personajes moviéndose por el lugar, sentados
donde estás, bebiendo lo que bebes, mirando lo que tú miras. Comparado
con el acto de escribir, con el momento de darle a la tecla, esta fase
previa es superior, mucho más excitante y mágica. Para individuos como
yo -sólo soy un escritor profesional que cuenta cosas, no un artista ni
un yonqui de las palabras-, lo de escribir después la novela no es más
que un trámite necesario y a menudo ingrato: un acto casi burocrático
que justifica que inviertas tiempo y esfuerzos previos cuando todo es
aún posible. Cuando te acercas a la novela por escribir sabiendo que
está por hacer y quizá esta vez consigas que sea perfecta, aunque tu
instinto te diga que nunca lo será. Acercándote a cada nueva historia
con la misma curiosidad y cautela con las que te acercarías a una mujer
hermosa de la que te acabases de enamorar.
Volví a la Costa Azul hace unos días. Parte de mi última novela
transcurre allí en 1937. Y la sensación fue extraña. Agridulce. Durante
los dos últimos años me estuve moviendo por ese paisaje, primero con la
expectación de una novela por escribir, y luego para trabajar en
determinados pasajes a medida que la historia progresaba en mi cabeza y
en la pantalla del ordenador. Vivía rodeado de cuadernos de apuntes,
mapas, libros ilustrados, guías antiguas y viejas fotos que me
permitieron reconstruir los lugares como el relato exigía, y mover con
seguridad a mis personajes: saber lo que veían sentados en tal o cual
sitio, describir la luz de un atardecer en la bahía de los Ángeles o las
palmeras de Matisse vistas desde la ventana del hotel Negresco, con sus
copas vencidas bajo la lluvia. Ahora he vuelto a pasear por el barrio
viejo de Niza, por los pinares próximos a Antibes, junto al mar. He
salido del hotel de París, en Montecarlo, y cruzado la plaza frente al
Casino para sentarme en la terraza de enfrente, como hace Max Costa, el
protagonista masculino de El tango de la Guardia Vieja. Y he
vuelto a detenerme en el recodo de la carretera donde él y Mecha Inzunza
conversan de noche, en la oscuridad, nueve años después de su primer
encuentro. Todo eso me era familiar antes de escribir la novela; pero
ahora lo conozco de modo muy distinto. Demasiado íntimo, tal vez.
Demasiado personal. Ya no podré volver a esos lugares sin amueblarlos
con mi propia historia y personajes; sin verlos de otro modo que a
través de la novela que yo escribí. Y no estoy seguro de que eso sea del
todo bueno. Mi imaginación se apropió de ese mundo para siempre, y ya
nunca podré mirarlo con la inocencia de unos ojos libres.