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El Bar de Lola

Anotaciones de Arturo Pérez-Reverte. Desde abril de 2012 a marzo de 2014 fueron publicadas en novelaenconstruccion.com

Un vermut en Montecarlo

Arturo Pérez-Reverte - 30/8/2012

Sentado ante un vaso de vermut en la terraza del Café de Paris, de Montecarlo, intento situar la conversación entre Max y los dos agentes italianos. Ya he estado un rato largo en el bar del Hotel de Paris con la misma intención -era y es buen lugar para ponerle delante a mi personaje una botella de Chateau d'Yquem-, pero el sitio no resulta adecuado para una conversación de ese tipo. El bar ofrece poco espacio a la discreción, y el barman o un camarero -he comprobado que en 1937 el barman se llamaba Emilio, pero ignoro si era español o italiano- estarían demasiado cerca. Lugar poco adecuado para confidencias delicadas o peligrosas, por tanto. Así que lo que hará Max es salir del hotel, cruzar la plaza y sentarse en el café, que está enfrente. Como en el momento de la novela, el día es luminoso, y el viento del norte mantiene el mar azul y el cielo despejado de nubes. Sentado junto a mi mesa, bajo una sombrilla de la terraza, bebo vermut y miro. La ventaja habitual de mirar con libros leídos en la cabeza es que éstos te presentan los lugares de forma eficaz para tu propósito. Permiten verlos con ojos diferentes a como los ve el paseante común que no tiene la suerte o la precaución de acudir antes a esa documentación previa. A ese útil contexto. Dicho de otra forma, te permiten ver sólo lo que necesitas ver. En esta ocasión, sobre Montecarlo, me acompañan las lecturas y relecturas de varias novelas policíacas de E. Philips Oppenheim, algunos relatos locales de Blasco Ibáñez, novelas de Somerset Maugham y las Memorias de César González Ruano, entre otras cosas. Gracias a todo eso puedo estar sentado en la terraza  del café de París, olvidarme de dos rusos groseros y ruidosos que vociferan en la mesa de al lado -hablando con Putin por sus teléfonos móviles, supongo, para decirle que acaban de ingresarle otro millón de dólares en su cuenta local-, y concentrarme en mi personaje y sus problemas. Ver, como él ve, la imponente fachada del Casino a la izquierda, el hotel de Paris con la ventana de su habitación enfrente, al otro lado de la plaza, y el hoy desaparecido Sporting Club -de cuyo cercle privé Max lleva una tarjeta en el bolsillo- a la derecha. E imaginar la fila de Rolls, Daimlers y Packards de cromados relucientes estacionados donde ahora veo Audis y Mercedes. Sólo me cuesta situar la elegante joyería del judío Gompers, personaje real, que según la leyenda compraba por la noche a los jugadores las joyas que les había vendido por la mañana, y que tres o cuatro años después sería asesinado con otros  miembros de su familia por los ocupantes nazis. Cruzando lecturas, no consigo establecer con certeza si su tienda estaría a mi derecha, siguiendo la fachada del café en dirección al Metropol -hoy ya no es hotel sino lujoso centro comercial, con una librería estupenda y un buen restaurante japonés-, o enfrente, en el chaflán del hotel (mi impresión, tras encontrar una antigua tarjeta postal de la joyería, es que estaba siguiendo la acera del café de Paris a la derecha, en la esquina. De cualquier modo, se trata de un detalle muy secundario y no merece dedicarle más tiempo; así que lo dejaré impreciso en el texto). Ahora ya no me queda más que imaginar y anotar. Recostarme en la silla y cruzar las piernas como haría Max -procurando él no estropearse la raya del pantalón-, abrir la pitillera, elegir con cuidado un cigarrillo Abdul Pashá, golpear suavemente un extremo en la tapa y llevármelo a la boca mientras escucho, tan preocupado como mi personaje, la insólita propuesta de los dos espías italianos.