Uso de cookies. Utilizamos cookies para mejorar tu experiencia. Si continúas navegando, aceptas su uso. Nota legal sobre cookies.

Cerrar


Prensa > El Bar de Lola

El Bar de Lola

Anotaciones de Arturo Pérez-Reverte. Desde abril de 2012 a marzo de 2014 fueron publicadas en novelaenconstruccion.com

A Max le gustaban los trenes

Arturo Pérez-Reverte - 23/5/2012

Durante cinco minutos consideró la posibilidad de una fuga. Hacer el equipaje y poner tierra de por medio rumbo a otros cazaderos, en espera de mejores tiempos. Buscaba viejas seguridades, certezas útiles en su pintoresco oficio y azarosa vida. Había en la pared dos carteles turísticos, uno de los ferrocarriles franceses y otro de la Costa Azul. Max los estuvo mirando con un cigarrillo colgado de los labios y los ojos entornados, pensativo. Le gustaban mucho los trenes -más que los transatlánticos o la elitista sociedad de los aviones comerciales- con su eterna oferta de aventura, la vida en suspenso entre una estación y otra, la posibilidad de establecer contactos lucrativos, la clientela distinguida de los vagones restaurante. Fumar tumbado en la estrecha litera del departamento de un coche cama, solo o en compañía de una mujer, escuchando el sonido de las ruedas en las juntas de los raíles. De uno de los últimos coches cama de que tenía memoria -Orient Express, trayecto de Estambul a Viena-, había bajado a las cuatro de una fría madrugada en la estación de Bucarest, tras vestirse con sigilo y cerrar silenciosamente la puerta del departamento que daba al pasillo del vagón, dejando atrás su maleta y un pasaporte falso en la garita del revisor, con joyas por valor de dos mil libras esterlinas abultándole en los bolsillos del abrigo. Y en lo referente al segundo cartel, mientras lo contemplaba se le dibujó una sonrisa. Reconocía el lugar desde el que el artista había hecho la ilustración: un mirador entre pinos con vistas al golfo Juan, donde se apreciaba una porción de terreno que, año y medio atrás, con una pingüe comisión como intermediario, Max había ayudado a vender a una adinerada norteamericana -la señora Zundel, propietaria de Zundel & Strauss, Santa Bárbara, California-, convenciéndola, en el curso de una relación íntima alimentada con ruleta de casino, tangos y claros de luna, de lo oportuno de invertir cuatro millones de francos en aquel terreno junto al mar. Omitiendo el detalle, importante, de que una franja costera de cien metros de anchura, que separaba la parcela de la playa, pertenecía a otros propietarios y no venía incluida en el lote.