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Críticas sobre los libros de Arturo Pérez-Reverte y su trayectoria literaria.
J. M. POZUELO YVANCOS | ABC - 16/11/2000
El héroe, el valiente y esforzado capitán Alatriste comienza a percibir
el paso de los días, que royendo están los años, y recibe en el apéndice
de esta novela un soneto "atribuido" a don Francisco de Quevedo (cuyo
primer cuarteto reproduce uno real del poeta madrileño, número 5 de la
edición de Blecua). El dirigido a Alatriste acaba con un formidable
endecasílabo tomado asimismo del que cierra la silva de Quevedo titulada
"El escarmiento": "Vive para ti solo, si pudieres / pues sólo para ti
si mueres, mueres", consejo que ahora se da a un Alatriste que ha
cumplido como suele hacerlo, a la perfección y con múltiples riesgos, la
misión que le ha sido encargada por los poderosos (Guadalmedina y el
Conde Duque de Olivares) con el Rey Felipe IV como beneficiario; nada
menos que desbaratar un plan urdido por el Duque de Medina Sidonia para
quedarse un barco con oro proveniente de las Indias. Pero el epílogo de
la novela muestra bien dónde está cada uno; Alatriste es un luchador
mercenario, que no precisa tener ideales, y que ni siquiera está seguro
de haberlos podido salvar de su desesperanza; le basta con cumplir
consigo mismo y con los restos de un código de caballero, el de la
propia honra, y con algo por lo que luchar: "Tu rey es tu rey" (página
264). Es su código personal, asidero último de un náufrago, en una
España que se hunde en su mar de rapiñas, intereses, sobornos, engaños, a
la que Alatriste sirve con su espada, pero con menos corazón que
antaño.
Perez-Reverte nos ha entregado una aventura más de Alatriste pero
comienza a urdir la tela del desencanto del héroe, que tiñe de creciente
melancolía su figura, su mirada, sus silencios. Al final del primer
capítulo (pág. 31) el joven Íñigo Balboa, su mochilero fiel y narrador
de la historia, ya percibe en su capitán la certeza de deslizarse hacia
un pozo sin fondo, como si el destino de Alatriste fuese unido al de la
patria por la que lucha una y otra vez, sin hallar en qué poner los ojos
que no sea imagen del desencanto, cansado de tanta muerte inútil.
Soldado por tanto de la guerra perdida de la vida, como cualquier
soldado. Perez-Reverte, sin embargo, no ha querido extremar ese acento
serio, lo dosifica como un tenue temblor de fondo, en medio de una
esplendorosa Sevilla, que bulle, que festeja, repleta de hampones y de
furcias, de avaricias cortesanas y de pícaros sin otro sustento que el
que cada día pueden obtener en el laboreo de su rapiña. El oro del
rey es sólo en su parte final (los trepidantes capítulos VIII y IX,
que narran el asalto nocturno al barco y la batalla en él librada) una
novela de acción; predomina en ella el espacio, es una novela de lugares
y es por encima de todo un excelente ejercicio de lenguaje.
Perez-Reverte sabe que la ventana por la que asomarnos y mirar aquella
Sevilla de 1626, puerta del oro de las Américas, es un lugar literario;
sabemos de ella por Cervantes, por Lope, por Mateo Alemán, por Quevedo,
por gacetilleros ocasionales, por vocabularios de la germanía. Esa
literatura que aquí se convoca de nuevo, reproduciendo poemas y
reflexiones de tales autores, nada sería si no se nos hubiese legado
como un edificio lingüístico, que recrea una realidad y la hace más
viva, prendida como está a la suerte y vida de su vocabulario y de sus
códigos de comportamiento. La Sevilla del XVII no se puede mostrar de
otro modo que por la ventana de su lenguaje propio, reconstruido aquí
con fidelidad, pero sin que suene a impostura, integrado por
Pérez-Reverte en la naturalidad de su narración y un hábil sincretismo
que lo hace accesible al lector actual habituado a otros registros. Se
precisa ser muy maestro y haber trabajado mucho cada página para imitar y
reproducir sin que suene a falsete, para dar vida nueva a los viejos
aires de la picaresca y poderlo hacer sin que la narración de aventura
se incomode o resienta.
Se equivoca quien crea que esta novela es fácil, o simplemente una
novela de aventuras hecha con rapidez. Muchos la habrán descolgado de su
ordenador, y quizá muchos queden en el lance de espadas, tan
soberbiamente narrado en algunas de sus páginas, pero gozarán más
quienes hayan sido lectores de nuestra picaresca. Porque El oro del
rey es fruto de una documentación copiosísima de argot, de nombres
de utensilios, de léxico sobre vestimenta, sobre el barco, sobre jergas
de taberna y de cada oficio de los convocados, del vocabulario de la
germanía, que era el lenguaje de los hampones, que ha dado en esta
novela páginas magistrales, como la recluta de malhechores en el corral
de los Naranjos que queda en la retina del lector con tanta fuerza como
el soberbio primer capítulo sobre el desembarco en el Cádiz marinero.
Vendrá luego la minuciosa geografía urbana de la Sevilla de la época con
sus topónimos de calles y barrios, pasadizos y recodos. Y seguirá la
geografía de la corrupción unida al oro de las Américas, con tanto
cortesano al quite como pícaro al desquite.
Si el soneto que cierra el apéndice da la clave de la melancolía, la
otra clave del libro la dan los otros poemas que se incluyen, jácaras
construidas a imitación de las del Escarramán de Quevedo, donde vemos a
un condenado, esta vez Nicasio Ganzúa, caminar hacia el garrote vil, en
episodio que hemos leído en un capítulo antológico de esta novela, donde
se asiste a todo el coro de pícaros, jaques y ladrones, acompañar a
Ganzúa al patíbulo, y consolarle. Perez-Reverte es capaz de dotar a cada
capítulo de autonomía propia, y cada uno resulta antológico de una
atmósfera, dominando los diferentes registros ligados a espacios urbanos
y/o sociales. Al final, como tiene que ser en una novela de aventuras,
la acción se precipita, pero antes de ese desenlace hemos contenido la
respiración en el bote que lleva a los conjurados al mando de Alatriste,
y la tensa espera de la vigilia en las dunas de Doña Ana, en la
desembocadura del Guadalquivir, el río que cruza una Sevilla que, avara y
rica y pobre, imita a Midas, y es Tántalo en su fugitiva fuente de oro.
Lección moral de un Alatriste que sirve a cortesanos y cuya mirada se
tiñe de la melancolía de un hombre que arrastra su fue, su será y su es
cansado.