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Críticas

Críticas sobre los libros de Arturo Pérez-Reverte y su trayectoria literaria.

Los desastres de la guerra

JOSÉ LUIS CHARCÁN | LA RAZÓN - 02/3/2006

La trayectoria literaria de Arturo Pérez-Reverte (Cartagena, 1951) ha sido, además de fulgurante, ejemplar. Tras veinte años como reportero de guerra, comenzó en los años 80 publicando un par de novelas, El húsar y El maestro de esgrima, que no eran propias de tiempos tan frívolos. Novelas dignas que hablaban de honor y honradez y tan bien escritas que parecían salidas del siglo XIX. Poco después, con La tabla de Flandes, El Club Dumas y La piel del tambor, conoció el éxito. También inició las andanzas del Capitán Alatriste, una serie ambientada en un turbulento siglo XVII español con un héroe, o antihéroe, que nos reconcilia con la literatura de aventuras. Entre todos estos libros, Perez-Reverte escribe algún texto de encargo que no desmerecen en absoluto. Destacan Territorio comanche, una novela testimonio sobre su labor como periodista; Un asunto de honor, una deliciosa novela de caballerías actual con caballero andante a bordo de la cabina de un camión, doncella gitana y un opresor de club de alterne; y La sombra del águila, una jocosa narración de valentía y heroísmo en las guerras napoleónicas.

Pero es al filo del cambio de siglo cuando el temple literario del cartagenero ha dado sus mejores frutos. La extraordinaria historia de amor y libertad de La carta esférica fue el primero. Luego vino el mejor retrato de mujer que he leído en los últimos años en La Reina del Sur. El pintor de batallas se inscribe en esa línea ascendente dentro de una obra modélica en la que posiblemente haya un antes y un después de dicho título y éste figure como cumbre en el currículo literario del autor y como una de las mejores novelas publicadas en 2006.

Sin conservadurismos
La de Pérez-Reverte no es una literatura complaciente. Incluso en sus libros más folletinescos (y yo no utilizo el término en sentido peyorativo), como La piel del tambor, hay ideas que cuesta digerir de esta sociedad de diseño en la que pretenden hacernos vivir. La suya es una literatura recia y la de El pintor de batallas es literatura en estado puro sin edulcorantes, conservadurismos y sin sello de denominación en corrección política. Tampoco es una literatura de usar tirar. «El pintor de batallas» encaja más en esa definición de literatura que escribió Kafka en alguno de sus textos. Esa en la que «el libro debe morder y picar, que debe despertarnos de un puñetazo en el cráneo, que actúe sobre nosotros como una desgracia que nos hace sufrir mucho, que sea como el hacha que quiebre la mar helada que llevamos dentro». En esos límites hay que ubicar El pintor de batallas.

Por eso su lector ideal ha de estar curtido o, cuando menos, preparado para enfrentarse al horror de la existencia y tomar esa lectura como un curso acelerado en pasiones humanas, aquellas que nos acercan al abismo todos los días, aunque no los percibamos porque los estados del bienestar pretenden pavimentar en falso el vacío de los abismos, cuando lo más sensato es que el abismo estuviese a la vista para no caer en él. Para eso el hombre, incluso el de vida cómoda y aparentemente segura del mundo de- sarrollado, ha de estar alerta. Eso es lo que reclama Pérez-Reverte del lector.

Con dicha intención de fondo, la de concienciar al hombre del horror que se desata en la guerra, pero que no es exclusivo de ella, pues a nuestro alrededor también se mata, se viola, se tortura y se muestra todo eso como si fuese la pista de un circo de un mundo desquiciado, Pérez-Reverte recrea el universo (que se puede reducir a tres palabras: amor, maldad y muerte), en un microcosmos limitado a una antigua torre de vigilancia de la costa levantina. Allí se ha retirado un fotógrafo de guerra tras treinta años de trabajo para intentar conciliar su soledad, su dolor y sus recuerdos. En ese estado de silencio y soledad también pretende desentrañar el enigma del lugar del hombre en el mundo. Por qué la violencia es connatural al hombre, por qué el hombre se crece y se regodea cuando puede en ejercer la crueldad con sus semejantes, por qué en la guerra los hombres son capaces de las mayores vilezas y al tiempo de gestos insospechadamente arriesgados por llevar un poco de agua al fotógrafo enfermo de disentería. Para responder a esas preguntas realiza un fresco en el muro interior de la torre. Una pintura circular, esto es sin principio ni fin, que va reflejando todo el horror que ha contemplado con frialdad de profesional y que viene a confirmarle la inexistencia el azar. Faulques, El pintor de batallas, habla de la lógica del azar, de la geometría del azar. Willliam Blake ya avisó, siglos atrás, que en las rayas del tigre no había nada de casual.

Pérez-Reverte, más hijo de Conrad, de Stevenson, de Jack London, de Baroja que de Poe, de Lovecraft o de Borges, sabe que el horror no acecha en un sepulcro polvoriento, en unos entes todopoderosos ni en un libro de infinitas páginas. La imagen más terrorífica puede ser la de un niño serbio en Dragovic, el pueblo de la antigua Yugoslavia donde, en una noche, desaparecieron todos los croatas. He citado a Jack London y no ha sido por casualidad. Tanto Faulques como Ivo Markovic, el hombre que aparece en la torre para comunicarle que le va a matar, poseen esa textura de los héroes londonianos que se mueven en la frontera de un romanticismo que ya no era tal y un nietzcheanismo no asumido totalmente.

Con gran economía de recursos formales: cuatro personajes, de los que uno, Olvido Ferrara, está muerto y otro, Carmen Elsken, aparece con la brevedad necesaria para representar a la sociedad acomodaticia y despreocupada, y un espacio tan reducido como los límites de la torre, Pérez-Reverte construye una densa trama en la que las conversaciones de Faulques y Markovic, también los silencios y los recuerdos de cada uno, traen el mundo exterior hasta ese muro circular donde esos dos hombres hablan de fatalidad en crepúsculos y amaneceres. El final, tras un paseo de cuatro días por el amor, la muerte, la culpa, la violencia y el consuelo que pueden proporcionar el arte, la literatura o la memoria de días felices, no puede ser más inesperado. Tampoco más perfecto. No es una novela amable ni complaciente. Pero es la mejor de Arturo Pérez-Reverte